Los humanos, y especialmente aquellos que tenemos la suerte de tener nuestras necesidades básicas cubiertas, nos pasamos la vida manipulándonos. De pequeños nos dejábamos manipular inconscientemente porque no nos quedaba otra, y aprendimos tan bien el proceso que ahora lo llevamos a cabo por defecto, por vicio o por costumbre siempre que nos conviene o se nos antoja (es decir, a casi todas horas).
En esta línea, el otro día decidí que necesitaba algunas prendas de ropa, así que aproveché el sábado para ir de compras. Supongo que debido al hecho de que no hago esto con frecuencia y me propuse sacarle el máximo partido al día, éste devino en una enriquecedora experiencia que fue mucho más allá de ver satisfecha mi necesidad inicial.
La única mesa del restaurante que tenía un solo comensal era aquella en la cual estaba yo sentado. En el resto a mi alrededor, mesas de dos, de tres, cuatro o incluso más personas. Todo el mundo hablaba. El jaleo era considerable. A falta de otra cosa mejor que hacer mientras me servían, decidí ir repartiendo mi atención entre lo que tenía alrededor. Por ejemplo, entre las conversaciones de las mesas contiguas. En una de ellas, una chica le hablaba a quien podía ser su madre. Ponía a caer de un burro al padre de unos niños. Cambié de emisora. En la mesa de mi izquierda, alguien le reprochaba a su pareja que sólo le gustasen las películas raras.
Mi principal foco de distracción durante toda la comida fue uno de los camareros. La perfección de su figura y su físico (o al menos lo que se adivinaba del mismo) eran tales, que cada vez que aparecía en mi campo de visión seguía su trayectoria hasta que se volvía a perder en el tumulto. En realidad (y aquí está la noticia) no se me iban solo los ojos, sino varios sentidos más. Lo que comenzó como pasatiempo terminó siendo todo un ejercicio de concentración. Contemplaba su cara, cada gesto y cada movimiento suyo con admiración, como quien se detiene unos segundos a deleitarse con los acordes de su canción fetiche o con las tonalidades de su cuadro favorito. O a masticar cada sílaba de unos versos bien escritos. Me fijaba en él sin deseo alguno (o eso creo), quizá a sabiendas de que no me convenía volcar deseo alguno en él. Y sin embargo, me dije que, pese a todo, la vida valía la pena sólo por poder centrar la atención en cosas así.
Valencia es una ciudad luminosa, cálida y bulliciosa. También polvorienta (y no por la pólvora) y facha, aunque esto no lo diga todo el mundo porque, como ya se sabe, en los sitios grandes hay de todo un poco. En este sábado de enero, al menos a juzgar por lo que se percibía en el downtown de la capital del Turia yo hubiese sido incapaz de etiquetarla con ninguno de estos adjetivos. Bueno, en Valencia siempre hay fachas por las calles, así que uno de los calificativos podemos mantenerlo. Por lo demás, la tarde era gris, habían caído cuatro gotas y en estas tierras a la gente parece asaltarle la inquietud de que el mundo se puede estar acabando en las pocas ocasiones en las que estamos dos o tres días seguidos sin ver el sol. Supongo que por eso, y por ser una de las capitales de provincia españolas con una temperatura media anual más alta, han montado una pista de patinaje sobre hielo en el punto exacto donde en fallas se disparan las mascletaes.
Me gustan todas las librerías, pero hay dos en el centro de Valencia que me gustan especialmente. En una apesta a libro (dicho en el mejor de los sentidos) y está todo como muy amontonado, otorgándole a la misma un aire bohemio. La otra, que es la que ando visitando en mis últimas escapadas, es mucho más espaciosa y tranquila. Me tiré alrededor de una hora en su interior cotilleando estanterías. Supongo que no soy un cliente muy rentable para las librerías. Aunque en el caso de ésta, existen clientes potenciales aún menos rentables que yo. Una de los cuatro pisos que tiene esta librería es como de transición, una modesta estancia con algunos sillones y un par de estantes con libros. Por supuesto, siempre hay gente aquí. La vez anterior vi con sorpresa al pasar que un hombre se había quedado frito en un sillón. En esta ocasión, lo que me sorprendió fue ver a otro señor leyendo en gafas de sol, en un espacio cerrado y sin una luz (artificial) cegadora.
La tarde gris daba paso a la noche. Lady Barberà tardó en encender las farolas. Reparé en algún resto de decorados navideños. Las conversaciones, aquí mezcladas con el sonido del tráfico, se adivinaban también interesantes. La dueña de un puesto de castañas se quejaba del mal tiempo. En otro puesto de chocolate y buñuelos, sus dos moradores mantenían su atención fija en sus respectivos smartphones. En una cafetería con vistas a la siempre transitada Plaza del Ayuntamiento, las ocupantes de las mesas (uso el femenino porque aquí vi únicamente mujeres, o señoras) ponían cara de eso, de un sábado por la tarde de enero, y de estar conversando sosegadamente mientras de vez en cuando levantaban la vista y le echaban un ojo a la vida que discurría fuera. Fui a comprar las bolsitas de té que había empleado como coartada para desplazarme en coche hasta aquí. Después, decidí que pasaría un rato paseando sin rumbo ni objetivo fijo por la zona del Carmen, el auténtico underground de Valencia y mi zona favorita de la ciudad, pese a (o quizá por) su aspecto descuidado y canalla. Eso sí, demasiado descuidado y, a ciertas horas, también demasiado canalla.
Cesterías, sombrererías y otros comercios tradicionales asomaban a mi paso, entremezclados con tiendas de chinos y souvenirs. Todos los bares daban el partido del Valencia. Incluso en algunos de ellos había gente que lo veía. Veían al Valencia contra el Celta como podrían haber visto al Atlético contra el Barcelona, o al Levante contra el Málaga. Es sábado tarde. Ponte a ver el fútbol y, si eres capaz, deja de pensar.
Otro clásico de los sábados por la tarde son las misas (al menos hasta dentro de algunos años, cuando termine de extinguirse su target). Pasé junto a dos de las iglesias más conocidas del centro, y sin pensarlo mucho entré a ambas. El gusto por el arte, la cultura o la estética no debe estar reñido con las (no) creencias. Además, lo bueno de ser un ignorante con experiencia es que he aprendido a analizar mucho de lo que me rodea con la madurez propia de un adulto, pero con la curiosidad y fascinación de un niño. Y al menos en estos momentos, el fin último de mi existencia es seguir abriendo la mente, aunque sea rodeado de un público en su mayoría dedicado a hacer exactamente lo opuesto.
En la segunda iglesia que visité se podían contar las fieles con los dedos de una mano, arrodilladas en diferentes puntos del templo. Sin embargo, la primera de ellas estaba mucho más animada. Las primeras filas de los bancos estaban ocupadas casi al completo por gente mayor, aunque me sorprendió divisar a un par de veinteañeros. A medida que iba avanzando hacia las filas traseras, la gente se iba diseminando. Tomé asiento en una de ellas. Se estaba muy bien. Cuando nadie interrumpe el silencio, los templos son lugares francamente agradables para pensar con tranquilidad. O simplemente, para intentar ponerle el “pause” a nuestros pensamientos y escuchar el relajante sonido de nuestra propia respiración.
Mi momento zen se vio interrumpido por el sonido de una campana. A continuación emergió de un lateral el señor de la sotana blanca cuya presencia todos esperaban, pues se levantaron al verle aparecer. Comenzó la homilía, e intentando liberarme de prejuicios culturales más o menos arraigados, diría que éste parecía estar representando con los fieles una suerte de obra de teatro donde ambas partes se retroalimentaban mutuamente. Los fieles necesitaban al sacerdote, y el sacerdote necesitaba a los fieles, en una suerte de ritual parasitario imposible de llevar a cabo sin la presencia cada una de las dos mitades.
Entonces me pregunté no qué hacía yo allí, sino por qué estaban cada uno de los demás. Si no se habrían hecho esta pregunta antes de entrar y santiguarse.
Intentando responderme, me adentré en una tela de araña de pensamientos anidados. Los fieles, como su propio nombre indica, estaban allí por su fe. La fe es creer en lo que no se ve (ni se espera ver). Creer, por ejemplo, en lo divino o en aquello que llaman “más allá”. Mucha gente se excita sólo con oír nombrar estos conceptos. Hace unos meses la guardia civil me hizo un alto para preguntarme lo mismo que me pregunto yo a diario: de dónde venía y a dónde iba. Por suerte, aquel día lo tenía claro. Pero me hago esta misma pregunta y otras de índole parecida a las que me resulta difícil encontrar respuestas, y por muy ofuscado que me pueda sentir nunca se me ocurre incluir a las divinidades o al más allá entre ellas. Porque, ¿qué es exactamente lo divino, o el más allá? ¿Dios? ¿Extraterrestres? ¿Paulo Coelho? ¿Hay alguien ahí?
Llegados a este punto, me parece apropiado copiar un párrafo de este artículo:
“En igualdad de condiciones”, dicen que escribió Guillermo de Ockham, “la explicación más sencilla suele ser la correcta”. Siglos después, Conan Doyle escribió algo parecido. Lo puso en boca de Sherlock Holmes: “Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es la verdad”.
Quizá lo que conocemos como «más allá» termine siendo, simplemente, el resultado de alteraciones en la consciencia y de la complejidad de nuestra mente, la consecuencia inevitable de una vasta imaginación alimentada por la ignorancia, el producto de nuestra desesperación y, en algunos casos, también de un
agudo sentimiento de remordimiento o culpa que dejamos crecer exponencialmente con el paso del tiempo.
Los humanos tenemos tendencia a sentirnos inmunes como especie, y también a sentirnos individualmente como el centro del universo (conocido). Nos cuesta aceptar la idea de que, sin nuestra espléndida e insustituible presencia, todo sería exactamente igual. Incluso de obsesionarnos con conceptos abstractos que en el fondo puede que no tengan significado alguno fuera de nuestras cabezas.
Por suerte, podemos permitirnos también el lujo de pensar en cómo pensamos.
Así pues, mientras asistía a los primeros minutos de la eucaristía, otra pregunta sin respuesta que me rondaba la cabeza era: ¿es esta demostración de ignorancia y desesperación nociva para la humanidad?
Quien más y quien menos tiene sus placebos y sus refugios. Seguro que tú tienes los tuyos, como yo tengo los míos. Muy probablemente, lo único que estamos haciendo ambos es sacarle punta al vacío. Quizá estos placebos y refugios nos parezcan trascendentes. Y ciertamente lo son para nosotros, porque en cierto modo nos mantienen vivos. Pero es muy posible que lo que nos llevamos entre manos terminen siendo simplemente vías de escape, absolutamente irrelevantes en el devenir de los acontecimientos. ¿Por qué tener motivaciones, entonces? ¿No sería mejor bajar los brazos y dejarse arrastrar por la corriente, navegando a la deriva hasta ese inevitable final que todos conocemos? Hay quien decide vivir así. Hay también quien decide zambullirse en la nada y permanecer triste hasta el fin de sus días. Hay quien cree estar viviendo en el infierno de un mundo injusto, loco, azaroso y lleno de sufrimientos, y deciden terminar por la vía rápida. ¿Podemos echárselo en cara los que pensamos que tenemos algún propósito?
A modo de conclusión de esta historia sobre un sábado de compras y de paseo por el centro de Valencia (si es que le queda algo de eso a esta columna), compartiré mi visión actual sobre la existencia humana en conjunto: la vida no tiene por qué tener sentido alguno. Empéñate en intentar encontrárselo, si eso te puede hacer crecer de algún modo. Cree en lo que buenamente puedas o quieras creer. Rellena el vacío a tu manera. Contemplando a un camarero. Tirándote una tarde entera en el sofá sin hacer nada. Sacándote dos carreras y otros tantos másters. Acumulando dinero (a poder ser, sin robarlo). En el fondo, si decides seguir pensando y evolucionar conscientemente, siempre estará presente ese sinsabor, la certeza de que hay muchos miembros de tu especie sufriendo sin que puedas hacer mucho por evitarlo, ese poso de “y qué pinto yo aquí”. Pero precisamente por eso, porque nada tiene sentido y porque todo es azaroso, un buen día llegaste al mundo, en una especie de milagro. Así me ocurrió probablemente a mí. Y aquí estamos, por una extraordinaria sucesión de acontecimientos que podría haberse dado de millones de formas distintas. Existimos, al menos hasta este momento. Somos humanos. Podemos pensar. Construir ideas más o menos lúcidas. Luego podemos manipularnos como mejor nos convenga para sentirnos bien. Sabiendo que estamos de paso, que casi nadie se acordará de nosotros cuando nos larguemos, y que no tenemos casi nada que perder, ¿por qué no disfrutar el camino?
Pensar que el universo se rige por el azar y la indiferencia sume a muchos en la desesperación. Es una concepción alarmante, aisladora y desalmada. El sentimiento que se oculta tras esto es: “¿por qué hay que levantarse por la mañana?”
Kierkegaard llamó “pavor” a la reacción ante esta visión de la vida. Sartre la llamó “náusea”: “todo es gratuito, este jardín, la ciudad, yo mismo. Cuando de pronto caes en la cuenta, te sobreviene el mareo y todo comienza a perder sentido”.
Kierkegaard se hizo cargo de la dificultad que conlleva enfrentarse a la existencia pura (sin esencia, sin misterio, sin intangibles, sin significado, sin sentido, sin valores). Se abre un abismo donde la esperanza, el progreso y los ideales parecen ilusiones. La existencia deviene muy frágil, y es fácil caer en la trampa de preguntarse por qué estamos vivos. Las creencias religiosas suelen aportar consuelo, y cuando el existencialismo o cualquier otra cosa las derriba, no es raro que la ansiedad tome el relevo.
Sartre exploró otra extensión lógica del existencialismo: si el universo es indeterminado, somos completamente libres para elegir nuestro camino. Aunque la responsabilidad de los actos recayendo siempre en el individuo puede ser una proposición desalentadora, también es liberadora. Sea cual fuere su experiencia del pasado, usted controla su dirección hacia el futuro.
(Más Platón y menos Prozac – Lou Marinoff)
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