Posteado por: Diego | 31/01/2014

Existencialismo for dummies

Los humanos, y especialmente aquellos que tenemos la suerte de tener nuestras necesidades básicas cubiertas, nos pasamos la vida manipulándonos. De pequeños nos dejábamos manipular inconscientemente porque no nos quedaba otra, y aprendimos tan bien el proceso que ahora lo llevamos a cabo por defecto, por vicio o por costumbre siempre que nos conviene o se nos antoja (es decir, a casi todas horas).

En esta línea, el otro día decidí que necesitaba algunas prendas de ropa, así que aproveché el sábado para ir de compras. Supongo que debido al hecho de que no hago esto con frecuencia y me propuse sacarle el máximo partido al día, éste devino en una enriquecedora experiencia que fue mucho más allá de ver satisfecha mi necesidad inicial.

La única mesa del restaurante que tenía un solo comensal era aquella en la cual estaba yo sentado. En el resto a mi alrededor, mesas de dos, de tres, cuatro o incluso más personas. Todo el mundo hablaba. El jaleo era considerable. A falta de otra cosa mejor que hacer mientras me servían, decidí ir repartiendo mi atención entre lo que tenía alrededor. Por ejemplo, entre las conversaciones de las mesas contiguas. En una de ellas, una chica le hablaba a quien podía ser su madre. Ponía a caer de un burro al padre de unos niños. Cambié de emisora. En la mesa de mi izquierda, alguien le reprochaba a su pareja que sólo le gustasen las películas raras.

Mi principal foco de distracción durante toda la comida fue uno de los camareros. La perfección de su figura y su físico (o al menos lo que se adivinaba del mismo) eran tales, que cada vez que aparecía en mi campo de visión seguía su trayectoria hasta que se volvía a perder en el tumulto. En realidad (y aquí está la noticia) no se me iban solo los ojos, sino varios sentidos más. Lo que comenzó como pasatiempo terminó siendo todo un ejercicio de concentración. Contemplaba su cara, cada gesto y cada movimiento suyo con admiración, como quien se detiene unos segundos a deleitarse con los acordes de su canción fetiche o con las tonalidades de su cuadro favorito. O a masticar cada sílaba de unos versos bien escritos. Me fijaba en él sin deseo alguno (o eso creo), quizá a sabiendas de que no me convenía volcar deseo alguno en él. Y sin embargo, me dije que, pese a todo, la vida valía la pena sólo por poder centrar la atención en cosas así.

Valencia es una ciudad luminosa, cálida y bulliciosa. También polvorienta (y no por la pólvora) y facha, aunque esto no lo diga todo el mundo porque, como ya se sabe, en los sitios grandes hay de todo un poco. En este sábado de enero, al menos a juzgar por lo que se percibía en el downtown de la capital del Turia yo hubiese sido incapaz de etiquetarla con ninguno de estos adjetivos. Bueno, en Valencia siempre hay fachas por las calles, así que uno de los calificativos podemos mantenerlo. Por lo demás, la tarde era gris, habían caído cuatro gotas y en estas tierras a la gente parece asaltarle la inquietud de que el mundo se puede estar acabando en las pocas ocasiones en las que estamos dos o tres días seguidos sin ver el sol. Supongo que por eso, y por ser una de las capitales de provincia españolas con una temperatura media anual más alta, han montado una pista de patinaje sobre hielo en el punto exacto donde en fallas se disparan las mascletaes.

Me gustan todas las librerías, pero hay dos en el centro de Valencia que me gustan especialmente. En una apesta a libro (dicho en el mejor de los sentidos) y está todo como muy amontonado, otorgándole a la misma un aire bohemio. La otra, que es la que ando visitando en mis últimas escapadas, es mucho más espaciosa y tranquila. Me tiré alrededor de una hora en su interior cotilleando estanterías. Supongo que no soy un cliente muy rentable para las librerías. Aunque en el caso de ésta, existen clientes potenciales aún menos rentables que yo. Una de los cuatro pisos que tiene esta librería es como de transición, una modesta estancia con algunos sillones y un par de estantes con libros. Por supuesto, siempre hay gente aquí. La vez anterior vi con sorpresa al pasar que un hombre se había quedado frito en un sillón. En esta ocasión, lo que me sorprendió fue ver a otro señor leyendo en gafas de sol, en un espacio cerrado y sin una luz (artificial) cegadora.

La tarde gris daba paso a la noche. Lady Barberà tardó en encender las farolas. Reparé en algún resto de decorados navideños. Las conversaciones, aquí mezcladas con el sonido del tráfico, se adivinaban también interesantes. La dueña de un puesto de castañas se quejaba del mal tiempo. En otro puesto de chocolate y buñuelos, sus dos moradores mantenían su atención fija en sus respectivos smartphones. En una cafetería con vistas a la siempre transitada Plaza del Ayuntamiento, las ocupantes de las mesas (uso el femenino porque aquí vi únicamente mujeres, o señoras) ponían cara de eso, de un sábado por la tarde de enero, y de estar conversando sosegadamente mientras de vez en cuando levantaban la vista y le echaban un ojo a la vida que discurría fuera. Fui a comprar las bolsitas de té que había empleado como coartada para desplazarme en coche hasta aquí. Después, decidí que pasaría un rato paseando sin rumbo ni objetivo fijo por la zona del Carmen, el auténtico underground de Valencia y mi zona favorita de la ciudad, pese a (o quizá por) su aspecto descuidado y canalla. Eso sí, demasiado descuidado y, a ciertas horas, también demasiado canalla.

Cesterías, sombrererías y otros comercios tradicionales asomaban a mi paso, entremezclados con tiendas de chinos y souvenirs. Todos los bares daban el partido del Valencia. Incluso en algunos de ellos había gente que lo veía. Veían al Valencia contra el Celta como podrían haber visto al Atlético contra el Barcelona, o al Levante contra el Málaga. Es sábado tarde. Ponte a ver el fútbol y, si eres capaz, deja de pensar.

Otro clásico de los sábados por la tarde son las misas (al menos hasta dentro de algunos años, cuando termine de extinguirse su target). Pasé junto a dos de las iglesias más conocidas del centro, y sin pensarlo mucho entré a ambas. El gusto por el arte, la cultura o la estética no debe estar reñido con las (no) creencias. Además, lo bueno de ser un ignorante con experiencia es que he aprendido a analizar mucho de lo que me rodea con la madurez propia de un adulto, pero con la curiosidad y fascinación de un niño. Y al menos en estos momentos, el fin último de mi existencia es seguir abriendo la mente, aunque sea rodeado de un público en su mayoría dedicado a hacer exactamente lo opuesto.

En la segunda iglesia que visité se podían contar las fieles con los dedos de una mano, arrodilladas en diferentes puntos del templo. Sin embargo, la primera de ellas estaba mucho más animada. Las primeras filas de los bancos estaban ocupadas casi al completo por gente mayor, aunque me sorprendió divisar a un par de veinteañeros. A medida que iba avanzando hacia las filas traseras, la gente se iba diseminando. Tomé asiento en una de ellas. Se estaba muy bien. Cuando nadie interrumpe el silencio, los templos son lugares francamente agradables para pensar con tranquilidad. O simplemente, para intentar ponerle el “pause” a nuestros pensamientos y escuchar el relajante sonido de nuestra propia respiración.

Mi momento zen se vio interrumpido por el sonido de una campana. A continuación emergió de un lateral el señor de la sotana blanca cuya presencia todos esperaban, pues se levantaron al verle aparecer. Comenzó la homilía, e intentando liberarme de prejuicios culturales más o menos arraigados, diría que éste parecía estar representando con los fieles una suerte de obra de teatro donde ambas partes se retroalimentaban mutuamente. Los fieles necesitaban al sacerdote, y el sacerdote necesitaba a los fieles, en una suerte de ritual parasitario imposible de llevar a cabo sin la presencia cada una de las dos mitades.

Entonces me pregunté no qué hacía yo allí, sino por qué estaban cada uno de los demás. Si no se habrían hecho esta pregunta antes de entrar y santiguarse.

Intentando responderme, me adentré en una tela de araña de pensamientos anidados. Los fieles, como su propio nombre indica, estaban allí por su fe. La fe es creer en lo que no se ve (ni se espera ver). Creer, por ejemplo, en lo divino o en aquello que llaman “más allá”. Mucha gente se excita sólo con oír nombrar estos conceptos. Hace unos meses la guardia civil me hizo un alto para preguntarme lo mismo que me pregunto yo a diario: de dónde venía y a dónde iba. Por suerte, aquel día lo tenía claro. Pero me hago esta misma pregunta y otras de índole parecida a las que me resulta difícil encontrar respuestas, y por muy ofuscado que me pueda sentir nunca se me ocurre incluir a las divinidades o al más allá entre ellas. Porque, ¿qué es exactamente lo divino, o el más allá? ¿Dios? ¿Extraterrestres? ¿Paulo Coelho? ¿Hay alguien ahí?

Llegados a este punto, me parece apropiado copiar un párrafo de este artículo:

En igualdad de condiciones”, dicen que escribió Guillermo de Ockham, “la explicación más sencilla suele ser la correcta”. Siglos después, Conan Doyle escribió algo parecido. Lo puso en boca de Sherlock Holmes: “Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es la verdad”.

Quizá lo que conocemos como «más allá» termine siendo, simplemente, el resultado de alteraciones en la consciencia y de la complejidad de nuestra mente, la consecuencia inevitable de una vasta imaginación alimentada por la ignorancia, el producto de nuestra desesperación y, en algunos casos, también de un

agudo sentimiento de remordimiento o culpa que dejamos crecer exponencialmente con el paso del tiempo.

Los humanos tenemos tendencia a sentirnos inmunes como especie, y también a sentirnos individualmente como el centro del universo (conocido). Nos cuesta aceptar la idea de que, sin nuestra espléndida e insustituible presencia, todo sería exactamente igual. Incluso de obsesionarnos con conceptos abstractos que en el fondo puede que no tengan significado alguno fuera de nuestras cabezas.

Por suerte, podemos permitirnos también el lujo de pensar en cómo pensamos.

Así pues, mientras asistía a los primeros minutos de la eucaristía, otra pregunta sin respuesta que me rondaba la cabeza era: ¿es esta demostración de ignorancia y desesperación nociva para la humanidad?

Quien más y quien menos tiene sus placebos y sus refugios. Seguro que tú tienes los tuyos, como yo tengo los míos. Muy probablemente, lo único que estamos haciendo ambos es sacarle punta al vacío. Quizá estos placebos y refugios nos parezcan trascendentes. Y ciertamente lo son para nosotros, porque en cierto modo nos mantienen vivos. Pero es muy posible que lo que nos llevamos entre manos terminen siendo simplemente vías de escape, absolutamente irrelevantes en el devenir de los acontecimientos. ¿Por qué tener motivaciones, entonces? ¿No sería mejor bajar los brazos y dejarse arrastrar por la corriente, navegando a la deriva hasta ese inevitable final que todos conocemos? Hay quien decide vivir así. Hay también quien decide zambullirse en la nada y permanecer triste hasta el fin de sus días. Hay quien cree estar viviendo en el infierno de un mundo injusto, loco, azaroso y lleno de sufrimientos, y deciden terminar por la vía rápida. ¿Podemos echárselo en cara los que pensamos que tenemos algún propósito?

A modo de conclusión de esta historia sobre un sábado de compras y de paseo por el centro de Valencia (si es que le queda algo de eso a esta columna), compartiré mi visión actual sobre la existencia humana en conjunto: la vida no tiene por qué tener sentido alguno. Empéñate en intentar encontrárselo, si eso te puede hacer crecer de algún modo. Cree en lo que buenamente puedas o quieras creer. Rellena el vacío a tu manera. Contemplando a un camarero. Tirándote una tarde entera en el sofá sin hacer nada. Sacándote dos carreras y otros tantos másters. Acumulando dinero (a poder ser, sin robarlo). En el fondo, si decides seguir pensando y evolucionar conscientemente, siempre estará presente ese sinsabor, la certeza de que hay muchos miembros de tu especie sufriendo sin que puedas hacer mucho por evitarlo, ese poso de “y qué pinto yo aquí”. Pero precisamente por eso, porque nada tiene sentido y porque todo es azaroso, un buen día llegaste al mundo, en una especie de milagro. Así me ocurrió probablemente a mí. Y aquí estamos, por una extraordinaria sucesión de acontecimientos que podría haberse dado de millones de formas distintas. Existimos, al menos hasta este momento. Somos humanos. Podemos pensar. Construir ideas más o menos lúcidas. Luego podemos manipularnos como mejor nos convenga para sentirnos bien. Sabiendo que estamos de paso, que casi nadie se acordará de nosotros cuando nos larguemos, y que no tenemos casi nada que perder, ¿por qué no disfrutar el camino?

Pensar que el universo se rige por el azar y la indiferencia sume a muchos en la desesperación. Es una concepción alarmante, aisladora y desalmada. El sentimiento que se oculta tras esto es: “¿por qué hay que levantarse por la mañana?”

Kierkegaard llamó “pavor” a la reacción ante esta visión de la vida. Sartre la llamó “náusea”: “todo es gratuito, este jardín, la ciudad, yo mismo. Cuando de pronto caes en la cuenta, te sobreviene el mareo y todo comienza a perder sentido”.

Kierkegaard se hizo cargo de la dificultad que conlleva enfrentarse a la existencia pura (sin esencia, sin misterio, sin intangibles, sin significado, sin sentido, sin valores). Se abre un abismo donde la esperanza, el progreso y los ideales parecen ilusiones. La existencia deviene muy frágil, y es fácil caer en la trampa de preguntarse por qué estamos vivos. Las creencias religiosas suelen aportar consuelo, y cuando el existencialismo o cualquier otra cosa las derriba, no es raro que la ansiedad tome el relevo.

Sartre exploró otra extensión lógica del existencialismo: si el universo es indeterminado, somos completamente libres para elegir nuestro camino. Aunque la responsabilidad de los actos recayendo siempre en el individuo puede ser una proposición desalentadora, también es liberadora. Sea cual fuere su experiencia del pasado, usted controla su dirección hacia el futuro.

(Más Platón y menos Prozac – Lou Marinoff)

Posteado por: Diego | 26/12/2013

Sirio

A medida que cumplo años y voy acumulando experiencia(s), a veces (y últimamente con bastante frecuencia) me asalta la idea de que el simple transcurrir del tiempo se lo lleva todo por delante: lo efímero y lo duradero, lo endeble y lo sólido. A veces esto ocurre de sopetón. Aunque generalmente, el proceso es lento, perezoso, incluso difícil de percibir. Los humanos podemos dar fe de cómo tarde o temprano casi todo termina arrastrado por la demoledora corriente del paso de las horas, los días o los años. Las últimas décadas quizá nos han acostumbrado, al menos en Occidente, a disfrutar e incluso desear eso de que todo a nuestro alrededor sea modificado continuamente y a velocidades vertiginosas. Sin embargo, yo le veo más gracia al hecho de que algunas de las cosas que aún se alteran lentamente puedan llegar a hacernos algún bien con el paso del tiempo. Es lo que constaté tras regresar a Moya.

Muy poco pobladas y transitadas por curiosos, las tierras de Moya se encuentran en el extremo oriental de la provincia de Cuenca. Son uno de los primeros rincones que conocí, casi al azar, cuando comencé a coger el coche hace unos cuantos años sin más fin que el de disfrutar tirándole kilómetros y desconectando del entorno habitual por unas horas. Y es por esto que les guardo un especial cariño.

Seis años después de mi primera visita y tres después de la segunda, regresé esta vez de improviso y con un amigo. Íbamos bastante bien de tiempo, el día acompañaba, y pensé que sería una buena ocasión para que él conociese este lugar.

Pese a la luminosidad del día, el ocre de los campos estaba teñido de tonalidades pardas, y parecía desprovisto de esa capa de luz que adquieren en épocas más cálidas. En el corto trayecto por carretera desde Landete aparecían a nuestra vista cientos de chopos, con sus largas copas ya peladas y totalmente desnudas, formando en extensas hileras como si fuesen pequeñas divisiones de un gran ejército listos para pasar revista. Y ante estas estampas, una vez más me volví a convencer de que los meses de frío son, a mi juicio, los mejores para impregnarse del aroma a soledad, pureza y olvido que desprenden estas tierras salpicadas de pequeños pueblos y aldeas. Como lo son también para comprender, asimilar, aceptar y tomar consciencia de una parte indispensable de la vida.

Decía que la del frío es la época idónea para tomar contacto con las tierras de Moya, como ocurre con cualquier zona o comarca tranquila del interior, percibiendo al instante que aquí se vive a otro ritmo. Cualquier imagen, cualquier pequeño detalle, cobra una especial relevancia. Y sirva como ejemplo de la quietud que se respira por aquí el hecho de que en el pequeño conjunto urbano de El Arrabal, situado a los pies de la deshabitada villa de Moya, yo no llegué a ver un bar. Teniendo en cuenta que nos encontramos en territorio español, esto ya dice bastante.

Nada más bajar del coche mi amigo y yo, en mitad de la calle vacía salieron a recibirnos, alborotados, tres pequeños perrillos, dos marrones y uno negro. No deberían tener más de tres o cuatro meses de vida, y a juzgar por su actitud parecía que hacía tiempo que no se topaban con persona alguna. Andaban merodeando alrededor nuestro, como con una mezcla de temor y ganas de jugar. Al final logramos ahuyentar una parte de su inicial reticencia, y pasamos junto a ellos unos agradables minutos.

Cogimos las mochilas. Nos dirigíamos hacia el castillo y las ruinas de Moya, situados en lo alto del cerro. Cuando nos disponíamos a iniciar la breve y cómoda ascensión, nos giramos y vimos que uno de los tres perrillos, el marrón que me había dejado acariciarle más, nos seguía a una distancia prudencial.

Me pregunté por qué había decidido separarse de sus dos compañeros, si nos seguía por simple curiosidad, o si lo haría porque había tenido algún indicio de que en las mochilas llevábamos el papeo para comérnoslo arriba. ¿Cómo averiguar la respuesta? Los humanos estamos acostumbrados a revolvernos entre causas y efectos dándole mil vueltas a todo. En el caso de este pequeño ser -de ahora en adelante, Sirio(*)- no caben muchos análisis pormenorizados. Lo más probable es que nos siguiese porque sí. Porque se lo dictaba su instinto y ya está.

Yo me iba girando cada pocos metros para corroborar que seguía detrás de nosotros. Le tiraba fotos a Sirio no porque me pareciese gracioso, sino porque quería aprovecharme de mi memoria visual para acordarme siempre que las vea de la ternura que sentía en esos momentos por él. Y por las tierras de Moya. Y por el invierno. Y por esa amistad tan pura y genuina que entiende más de gestos, y del hecho de compartir ciertos momentos, que de palabras o frases que muchas veces tienen fecha de caducidad, aunque nosotros lo ignoremos por completo cuando salen de nuestra boca.

Llegué arriba antes que mi amigo. Unos instantes después apareció éste, con Sirio detrás. Yo ya me había hecho a la idea de que iba a compartir mi comida con él. Buscamos un lugar cómodo, y nos sentamos a papear mientras tomábamos el sol y disfrutábamos de la tranquilidad de este lugar. Sí, aún hay sitios donde se puede hacer esto sin tener que pagar. Y muchos más de los que te imaginas, debo añadir. En el caso de Moya, durante este día viví además algo que no recuerdo haber vivido antes, y así se lo hice saber a mi amigo. Si nos callábamos y nos quedábamos quietos, no se escuchaba nada. Ni sonido humano, ni de vehículos, ni pájaros (el invierno es demasiado duro para que se asiente alguno por aquí, aunque un águila planeó el cerro durante unos instantes). Ni siquiera viento. Absolutamente nada. Palpar el silencio con esas vistas nítidas de muchos kilómetros a la redonda es una de esas sensaciones que uno difícilmente puede explicar con palabras.

Sirio seguía a una distancia prudencial. Nos observaba atentamente a un par de metros mientras sacábamos víveres de la mochila, como si él mismo hubiese establecido ese perímetro de seguridad. Incluso si le dejaba comida sobre el terreno a veces no la veía, o no le hacía mucho caso. Tuve que empezar a ofrecérsela desde mi propia mano para que se la zampase. A partir de ahí parece que empecé a ganarme su confianza, porque él fue estrechando el perímetro de seguridad. Incluso llegó a empinarse sobre mi rodilla, como para advertirme que ya podía darle lo que quisiese, que me había ganado su confianza. Y le dimos un poco de todo. Sirio se puso las botas allí junto a nosotros, pero sin embargo seguía en todo momento con el rabo entre las piernas, como temiendo que le pudiese ocurrir algo. Y me dije que ojalá mi intuición me fallase, y que espero que Sirio y sus amigos no hayan topado con alguno de esos seres tan insensibles e inconscientes que se creen con derecho a maltratar a cualquiera, y que nos hacen pensar un poco a todos que la raza humana es miserable. Quien lo hace con animales, es capaz de hacerlo también con personas. Y el derecho de cualquier animal o incluso de cualquier ser vivo a una vida digna no está por debajo de este mismo derecho en las personas.

Mi amigo y yo seguimos sentados un rato, departiendo y disfrutando del lugar y del calorcito de los últimos rayos de sol. Sirio hacía lo propio a su manera: saciado ya su apetito, volvió a situarse a un par de metros, se encogió y se echó una pequeña siesta. Yo no le quitaba ojo. Me acordé de una magnífica entrevista a Manolo García que leí hace ya bastantes años, y de una idea que me llamó mucho la atención en la misma. Manolo venía a manifestar algo así como que deberíamos fijarnos en la vida que llevan los animales, que despertaban con la salida del sol, se iban a buscar comida, saciaban otras necesidades físicas y con la caída de la tarde se tumbaban, satisfechos por el trabajo realizado y por poder vivir un día más. Demasiado idílico, por supuesto. He visto documentales donde las pasas más canutas. Pero sé la lección que pretendía transmitir con esa idea. Quizá lo estamos enrevesando todo demasiado.

-Fíjate -le dije a mi amigo- Él está ahí, tumbado, disfrutando con todos sus sentidos. Le importa un pimiento lo que vendrá después. Sin embargo, nosotros sabemos que nos tenemos que ir, que llegaremos a casa, que tendremos cosas que hacer, que mañana madrugaremos para ir a trabajar. Una parte de nuestra cabeza no está en el aquí y ahora. Somos incapaces de tener la mente ocupada únicamente en el presente, como está haciendo él.

Y pude que éste sea, en efecto, el lado oscuro de la consciencia. Aunque, por descontado, cualquiera puede rebatirme este pensamiento.

Tras echarle un vistazo al castillo bajamos de nuevo al coche, de nuevo con Sirio detrás. Por fortuna, en los últimos años he aprendido lo que conlleva el tener animales; en otra época lo hubiese subido en el coche y me lo hubiese llevado directo a casa.

Sólo unas horas antes habíamos entrado en el invierno astronómico, así que éste era uno de los días más cortos del año. Cuando llegamos abajo, se marchaba ya el sol. Estos paisajes se quedarían más apagados, más desangelados si cabe con la pérdida progresiva de luz natural. Dejamos a Sirio con sus dos compañeros, y los tres se ponían muy juntos, supongo que siguiendo la costumbre de intentar mantener entre ellos todo el calor corporal que pudiesen mientras caía la tarde y la temperatura comenzaba a desplomarse. Camino de Landete para volver a casa, ahí seguían todos los chopos pelados y desnudos, recortados contra un cielo limpio que comenzaba a oscurecer.

En Sinarcas pisamos de nuevo la provincia de Valencia. Y con los colores del crepúsculo de fondo y a ambos lados un paisaje de viñedos infinitos hasta que llegamos casi de noche a Utiel, yo seguía pensando en Sirio, y en que debía encontrar una manera, la que fuese, de agradecerle esos pequeños momentos que me regaló. Y también que me refrescase la memoria sobre algunas cositas que por muy sutiles que parezcan jamás deberíamos pasar por alto. Si las tierras de Moya siguen siendo uno de esos rincones donde el tiempo parece hacer un alto en su camino y él sigue por allí, puede dar por seguro que no tardaremos demasiado en volver a vernos y en compartir, por lo menos, otro paseo y otro banquete.

(*) Sirio, o Sirius, es el nombre de la segunda estrella más brillante en el firmamento terrestre después del sol. En el hemisferio norte podemos contemplarla durante los meses invernales, cerca de la famosa constelación de Orión.

Posteado por: Diego | 23/10/2013

El sueño compartido

(Viene de aquí)

No sé si pasaron minutos, horas, días, semanas, meses o incluso años.

La luna llena estaba a punto de ponerse, y presentaba un aspecto rojizo en la oscuridad del otro lado del horizonte. Desde mi campo de visión, un avión la cruzó de derecha a izquierda dejando tras de sí una estela plateada. La vida es un amasijo de causas y efectos donde por momentos me resulta difícil distinguir qué me conduce a qué, pero quizá fue la contemplación de esta bella estampa lo que me hizo volver a ser consciente de dónde estaba.

A través del gran ventanal la claridad se adueñaba perezosa e inevitablemente de la estancia. Poco a poco podía distinguir las siluetas de más objetos esparcidos en aquel estudio. Las paredes me aislaban de cualquier sonido proveniente tanto del resto del edificio como del exterior, pero mirando hacia abajo pude constatar como el habitual ajetreo matutino iba tomando forma en la calle. Otro día más a estrenar para los que quedamos vivos.

Volví a pensar en el reloj asomado al vacío. Y a diferencia de las ocasiones anteriores, sin saber por qué ya no tuve tan claro eso de que debía olvidarme de la hora. De pronto, un teléfono en cuya presencia no había reparado comenzó a sonar en la penumbra de un rincón, y en una reacción motivada a partes iguales por el instinto y el temor (supongo que en estos casos ambos se funden), decidí que había llegado el momento de salir de allí a toda leche.

Bajé corriendo las escaleras, de dos en dos como hacía en Gestalgar a diario cuando era un crío y como hago a veces en Llíria cuando tengo prisa o quiero volver a sentirme aquel crío por unos segundos. No había descendido un par de pisos cuando caí en la cuenta de que había dejado encendido el botón rojo de “ON AIR”. Contuve una risita que hubiese sonado traviesa e infantil. El sonido del teléfono quedaba cada vez más lejano, aunque era precisamente ésa la melodía que estaría sonando en las ondas.

En el trayecto escaleras abajo, me crucé con varias personas que subían ensimismadas y no me prestaron la mínima atención. Esto es lo bueno de las urbes: sin importar el lugar o la hora, uno pasa desapercibido por defecto.

A medida que descendía pisos, comencé a escuchar más cercano el sonido de otro teléfono, supuse que el de la mesa de recepción. No supe si sería un teléfono real o el sonido que emitían los altavoces desde arriba. En cualquier caso me alarmé, pero antes de llegar comprobé por el rabillo del ojo que esta mesa seguía vacía y nadie parecía dispuesto a aparecer por allí y descolgar el aparato. Salí del edificio.

El cielo seguía clareando, aunque la iluminación artificial permanecía encendida. Tal como había adivinado desde las alturas, la amplia avenida estaba mucho más animada que en plena noche cuando había llegado hasta aquí. Sin saber por qué, crucé corriendo un paso de cebra con el semáforo para peatones en rojo para encontrarme caminando en la acera de enfrente. El ruido del tráfico me resultaba molesto tras el rato de tranquilidad del que había disfrutado, y me desvié en la primera calle que apareció a mi paso. Nada mas girar pude escuchar el sonido de mis propios pies retumbando en el asfalto, y supe que aquí el amanecer y la vida discurrían con más lentitud que en la contigua avenida. Si la memoria no me fallaba, cerca quedaba un parque de grandes dimensiones, y se me ocurrió que a falta de algo mejor que hacer, pasear por él podía ser una buena opción para comenzar el día.

Tardé unos quince minutos en orientarme bien y llegar. El trayecto había sido de lo más extraño y entretenido. Había pasado por un bar en cuya terraza un camarero servía mesas en las que no había nadie sentado. También por otro sin camareros en cuya terraza unos ancianos parecían haber estado departiendo durante horas. En una discreta esquina, un chico joven orinaba al tiempo que empleaba la mano que le quedaba libre en teclear impulsivamente un smartphone. Un autobús paraba en marquesinas vacías sin que nadie subiese o bajase del mismo. Un señor jubilado que, incapaz de hacer algo diferente con su vida, se había levantado puntual como todas las mañanas y se presentaba a revista en la puerta de su antiguo negocio. En varios escaparates las televisiones emitían la imagen de lo que parecía ser un presentador de informativos petrificado ante la cámara, sin hablar y ni siquiera parpadear. “Mejor así”, pensé. Las noticias son el mejor argumento que podría utilizar García Márquez para defender esa hipótesis que deja caer en “Cien años de soledad” de que el transcurso del tiempo no es lineal, sino que gira en redondo y en realidad sólo existe una época, a cuyas etapas volvemos cíclica e indefinidamente como volvemos a las horas del reloj y a las cuatro estaciones del año.

Con todo, me pregunté si es que el mundo se había vuelto definitivamente loco, o de lo contrario qué diablos significaba todo aquello.

Pasé por varias estaciones de metro. Al contrario que las marquesinas del autobús, en ellas sí había trajín de personas que bajaban y subían escaleras. Me fijé en muchos rostros, y constaté que en cierto modo cada uno de manera individual, al igual que cada estación en su conjunto, contenía como mínimo una metáfora de la vida misma. Todos con múltiples significados o connotaciones según los ojos que se posasen en ellos; pero totalmente neutros o abstractos en el fondo, cuando nos vemos desprovistos de cualquier prejuicio, apego o emoción creado por la mente. Así funciona el amor más puro y primigenio: nos vemos irremediablemente atraídos por un concepto, una paja mental, una proyección ideada al gusto y antojo de nuestra propia fantasía.

La iluminación artificial había sido apagada.En las escaleras que daban acceso al parque se desperazaba un mendigo, que no me dedicó ni una mueca mientras pasé fijándome en él y propinándome un sentimiento de inmensa pena por su desolador aspecto. En las partes altas de los edificios ya se veían despuntar los primeros rayos de sol. Mientras este espectáculo tenía lugar en las alturas, mirando hacia el cielo, en la calle el ajetreo de los vaivenes cotidianos y rutinarios iba en aumento. Compleja vida la que nos ha tocado vivir, en la que casi en cualquier momento nos vemos rodeados en la misma medida de maravillas y de miseria.

Me presenté en la amplia entrada justo cuando sus puertas estaban siendo abiertas por un operario, que pese a mi saludo tampoco pareció reparar en el hecho de que yo iba a ser hoy el primer visitante.

Me resultaba sorprendente y reconfortante la sensación de comprobar cómo, a medida que me alejaba de la calle, toda la vegetación que me rodeaba engullía o absorbía casi todo el ruido exterior convirtiéndolo en un lejano rumor. Caminé y dí interminables vueltas sin rumbo fijo. Ya transcurriese de forma lineal o en redondo, perdí la noción del tiempo en aquel oasis urbano, mientras el sol alcanzaba las copas de unos árboles cuyas hojas cambiaban de color coincidiendo con la nueva estación. Bellas estampas otoñales asomaban a mis ojos. Quise echar mano del móvil para fotografiar algunas, pero sin saber por qué no lo tenía en ninguno de mis bolsillos.

De pronto, algo ocurrió. Me fijé en un árbol con grandes hojas de un color rojizo, que brillaban con la luz que filtraba el sol a través de ellas. Una de las hojas se desprendió de su rama, y dando lentas vueltas sobre sí misma comenzó un descenso sosegado y silencioso, casi hipnótico. Contemplé anonadado cómo se posaba, elegante, sobre el suelo. Allí quedó depositada, inmóvil junto a otras hojas idénticas. Me desplacé hasta el punto exacto donde había caído y me agaché junto a ella, sin llegar a tocarla. Me pregunté cuántas veces se podía repetir esta escena en aquel parque durante un día como aquel, y también si alguien de los cientos de personas que probablemente viesen caer delante de sus narices una triste hoja sería capaz ya no de conmoverse como lo acababa de hacer yo, sino simplemente de dedicarle la más mínima atención.

Llegué a la altura de unos bancos de madera. Mientras me pensaba si me apetecía sentarme o seguir caminando, advertí que en uno de ellos, situado a una veintena de metros, una figura masculina parecía fijarse en mí. El color de su piel y su cabello me resultaron por un momento familiares, pero en seguida bajé la cabeza para alejarme.

-¡¡Diego!! -me gritó.

Me detuve en seco y volví a levantar la mirada. Una inconfundible sonrisa iluminó su semblante, y recordé que además de ideas y pajas mentales, en contadas ocasiones otras cosas mucho más simples pueden llegar a hechizarnos. Mi reacción inmediatamente posterior a reconocerle allí, sentado en aquel banco de aquel lugar a aquellas horas, fue un ligero mareo. Me recompuse y corrí a abrazarle.

-¿Qué haces aquí? -me interrogó, sin estrechar un milímetro la sonrisa.

-No, qué haces tú -respondí- Yo te hacía en el otro lado del charco.

-Me apetecía volver a ver todo esto.

-¿Lo echabas de menos?

-En absoluto. No he estado físicamente, pero en realidad aún no me he ido. Todo me sigue resultando familiar. Pero cuéntame, ¿qué te ha traído a ti por aquí?

Titubeé unos instantes. A ver cómo se lo explicaba.

-Verás… he venido… es que estoy dentro de un sueño -fue todo lo que me salió. Preferí omitir detalles que probablemente no hubiesen ayudado mucho, como que acababa de hackear una emisora de radio.

Él explotó en una sonora carcajada al oír lo del sueño. Pasaron bastantes segundos hasta que dejó de reír para volver a articular palabras.

-Explícame eso, anda -dijo al fin.

-Es que no hay mucho que contar, en realidad. Anoche tuve un sueño, salí de mi casa y aparecí aquí. No sé cuántas horas han transcurrido desde que llegué. Ni tampoco cuándo despertaré.

-¿Cómo puedes saber que estás soñando?

-¿Y tú como puedes saber que estás despierto?

-En ningún momento he dicho que lo estuviese -la sonrisa se transformó en enigmática.

Permanecimos observándonos mutuamente, con curiosidad. Creo que ambos llegamos a la conclusión de que sí, la vida nos había seguido moldeando día a día y habíamos evolucionado, pero en el fondo poco o nada había cambiado en nosotros desde el primer paseo que compartimos en aquella ciudad.

-¿Sigues sin entender el mundo? -me preguntó.

Hice una breve reflexión, basada principalmente en lo que había presenciado antes de llegar hasta allí. Entendía muchas cosas, como por ejemplo por qué salían y se ponían el sol y la luna, por qué hace más frío en las montañas que en el mar o por qué se caían las hojas de los árboles en otoño. Incluso creía entender por qué nacemos y por qué morimos. Lo que percibía que escapaba a mi entendimiento es todo lo que suele ocurrir entre estos dos instantes. No comprendo gran parte del comportamiento humano. Y sé que él se refería a esto último cuando me preguntó porque le pasaba exactamente lo mismo que a mí.

-Cada día menos -respondí, tras un suspiro- El otro día se lo conté a un amigo y me dijo que eso me pasa porque no empatizo.

-Quizá tenga razón.

-Entonces me centraré en empatizar y me olvidaré de comprender -resolví.

Permanecimos allí, en una conversación interminable. Siempre hay cosas agradables de las que hablar con alguien con quien, dentro de las inevitables diferencias entre dos personas distintas, se llegan a compartir ciertas actitudes y estados de ánimo ante la vida. Es como encontrar un cálido y reconfortante refugio tras pasar varias noches a la intemperie. Además, yo desconocía si nos volveríamos a ver, así que seguía negándome a despertar. Me daba lo mismo que fuese de día, y por supuesto la hora me traía sin cuidado. Además de que el gran reloj del edificio de la radio quedaba lejos y ya no sentía la amenaza de volver a la realidad cerniéndose sobre mí. Si es que existía algo más real que aquello. Porque había encontrado algo que, sin saberlo, anhelaba desde hacía algún tiempo: el consuelo de las preguntas, las inquietudes y los sueños compartidos en el encuentro de dos almas solitarias en medio de la ciudad.

Posteado por: Diego | 02/01/2013

Un vago recuerdo

Era una de esas noches estivales, despejada y serena, en las que el simple hecho de estar despierto, haciendo cualquier cosa, siempre le resulta a uno más apetecible que acostarse. El día había sido sofocante, uno de esos en los que estas tierras levantinas se ven azotadas por los secos vientos de poniente que han cruzado previamente la península desde el oeste, y que se presentan por aquí ya calcinados, como cargados de polvo del infierno. Hacía calor, pero en contraste con las horas anteriores, en las que salir a la calle resultaba una tarea reservada a quien no tuviese más remedio que hacerlo, la temperatura comenzaba a ser soportable.

El piso estaba a oscuras. Caminé hacia la habitación. Como todas las noches, asomé la cabeza por la ventana, que ofrece bellas panorámicas de una parte de este pueblo que comienzo a concebir ya como el decorado habitual de la etapa más productiva de lo que llevo de vida. Salvo las farolas de las calles, todo estaba oscuro. Pude distinguir, sin embargo, a un pequeño grupo de jóvenes sentados en una terraza, alrededor de una mesa. Y en la terraza de al lado, distinguí un diminuto destello: la luz de un cigarrillo se encendía y apagaba al ritmo de la boca que lo aspiraba.

No me retiré de allí en muchos minutos, contemplando el curioso triángulo que formábamos a aquellas horas, y pensando que cada vértice construía, a su manera, su momento de placer en una apacible madrugada de agosto.

La pregunta que me rondaba la cabeza días atrás, mientras ideaba esta columna, era si quien se fumaba el cigarro estaba restándole o sumándole minutos a su reloj vital.

——–

Era el primer sábado de enero. Andaba paseando por la ciudad, enorme y llena de luces por todos lados que llamaban mi atención. De hecho, el alumbrado navideño aún estaba encendido pese a ser el día después de Reyes. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan niño. Se acercaba la hora de la cena, aunque no para mí, que había cenado ya. Los bares y restaurantes comenzaban a ambientarse. Me pareció que todos ellos competían por ver quién ponía el partido que jugaba el Madrid en la pantalla más grande. No sé cuántas horas y cuántos kilómetros caminé de una punta a otra del centro. La gente iba y venía, la había en todas las calles y hacia todas direcciones. No tengo ni idea de con cuántos me llegaría a cruzar. Vidas anónimas, minúsculas. Universos insignificantes como el mío, orbitando en mitad de uno mucho más grande. Pero al contrario que yo, todos parecían caminar con un destino. Como todas las noches a esas horas, llamé a mis abuelos. O bien por que estaban constipados, o bien por los cientos de kilómetros de distancia, su voz al aparato me sonaba más lejana que de costumbre. Y sin embargo, me dio calor.

En todo aquel paseo, apenas me hice preguntas. Pero a medida que dejaba atrás más minutos, más luces, más calles y más gente, sin saber por qué iba albergando la intuición de que, en aquellos precisos instantes, mi vida estaba dando, en algún sentido que yo era incapaz de intuir o adivinar, un vuelco.

Unas horas después, él y yo estábamos tumbados en pijama en una pequeña cama, comiendo galletas que se masticaban solas, viendo una película a la que yo era incapaz de prestar atención dos minutos seguidos, y parándola para contarnos retales aislados de nuestras vidas. Disfrutaba con su manera de hablar y con su lenguaje corporal, sin buscarle ningún significado más a aquello. Me decía a mí mismo que podía tirarme así para el resto de mis días. No sé si a la postre fue el mejor o el peor de los finales posibles para aquel inolvidable día, pero permanecimos en pijama hasta la mañana siguiente.

Supongo que todos los hechizos serán iguales. Uno no es consciente en el momento, hasta que, horas, días o semanas después, cae en la cuenta.

Y entonces, puntos suspensivos.

——–

Después de muchos meses, aún no le conocía. Aunque durante muchos momentos pensaba que eso era lo menos importante.

Así pues, seguí al dedillo sus instrucciones. Me subí, cuando aún era noche cerrada, en el tren que llevaba a aquel destino concreto, sin saber donde me bajaría. Aunque al abandonar la estación desde la cual partí, intuí con cierta amargura que jamás volvería a poner mis pies en ella. Él me había dicho que en alguno del sinfín de andenes que restaban subiría, y que seguiríamos juntos hasta el final. Me pidió que, hasta que eso sucediese, disfrutase del viaje.

El reposado traqueteo de los vagones sobre las vías se mezclaba con las melodías de Ulrich Schnauss que sonaban en mis oídos. No habían muchos pasajeros, y cuando eché un vistazo a los seis o siete que estaban sentados cerca de mí, pude constatar en todos ellos miradas perdidas, expresiones vacías o inertes como a la espera de que yo las dotase de vida o de un mínimo de significado. Fuera había roto el alba, aunque la niebla impedía distinguir claramente cómo el cielo iba poco a poco mudando su color. Supe que el sol salió cuando se distinguió una bola deforme y rojiza en el horizonte, a través del velo de vapor. El paisaje, llano y monótono, apenas se iluminó y se dejó otear. Pero me gustaba, y me dije que podían transcurrir muchas horas así, y yo jamás me aburriría o impacientaría. Es lo maravilloso de viajar: el destino es irrelevante, una triste excusa al lado de poder poner mis emociones en tránsito. Me acomodé en el asiento, y seguí contemplando impasible la vista por la ventana con la banda sonora de los vagones y de mi reproductor.

——–

Hoy es uno de enero. Bueno, para ser más exactos a estas horas ya es dos, pero aún colea con intensidad en mi interior una Marcha Radetzky que, ya sea por la energía que me transmite, por coincidir con el estreno del nuevo año, o por recordarme a las anteriores, siempre consigue ponerme todos y cada uno de mis pelos de punta (y son bastantes). No sé lo que será eso del alma, pero en días como hoy tengo la impresión de poder ver claramente la mía. Y por momentos me siento abrumado.

Rebuscando entre mis recuerdos de 2012, he sacado algunas conclusiones. Los primeros que me venían a la cabeza siempre eran trozos de historias vividas lejos de casa, fuera del entorno y la rutina habituales, y sin embargo me he dado cuenta de que la misma situación la podría haber experimentado, en esencia, casi cualquier día. La diferencia, el único rasgo que los lleva a la portada, es el marco. También he tenido la evidencia de que ciertos momentos sólo pasan a cobrar trascendencia en la memoria a través del tiempo.

De los tres fragmentos anteriores, te diría que uno de ellos me lo acabo de inventar, que es un vago recuerdo, difuso, que no sé de dónde lo he podido sacar. Pero a estas alturas no me atrevo a afirmar que pueda haber más realidad o ficción en él que en los demás. Prefiero, simplemente, decir que quizá solo esté por llegar, o que los otros dos están basados en hechos reales.

2013 es poco más que un nuevo contador, o el mismo puesto a cero. Una página en blanco del álbum. En días como hoy, un motivo para volver la vista atrás y echarle un ojo a algo de lo que se me ha quedado en la mochila. Y para seguir creando, editando y moldeando recuerdos pasados, presentes y futuros. Como pequeñas obras de arte que pulo para barrer la delgada línea que separa lo efímero de lo eterno.

A menudo me planteo si mi cabeza es la de un tío de 28 años, o si por el contrario ésta suma primaveras a un nivel mucho más acelerado que el resto de mi cuerpo.

Nunca he sido aficionado a las juergas nocturnas. Quizá porque, al igual que la mayoría, terminé concibiéndolas como sinónimo de ruidos, agobios y multitudes. Incluso cuando me encontraba en esas edades en las que, simplemente, hacía lo mismo que los demás sin detenerme a plantearme por qué me dejaba llevar de tal manera, y aun bebiendo, no terminaba de disfrutar, y me solía preguntar qué pintaba yo allí, ignorado en medio de todo y de todos. Me pasaba gran parte de las noches pensando en el incomparable momento de dejarme caer en la cama, o en lo que sería capaz de hacer al día siguiente sustituyendo la adrenalina perdida por la consiguiente resaca.

Y con todo esto, no termino de escarmentar, y muy de vez en cuando aún accedo a la propuesta de algún amigo para salir; podría hacerlo por complacerle, pero me da que sobre todo lo hago para ver si la reflexión que has leído en las líneas anteriores aún será cierta, o si por el contrario habrá caducado y yo, bien como consecuencia de un milagro inexplicable, o bien como cualquier ser humano capaz de adaptarse al medio por muy duras que sean sus condiciones, seré capaz de pasarlo medianamente bien.

Era sábado. Había recibido inesperadamente por la mañana la llamada de un buen amigo proponiéndome quedar a tomar algo porque en breve se marchaba a su país. En dos o tres frases lo arreglamos para vernos por la noche.

Andaba camino de Valencia, y me decía que aquello ya no pintaba bien. No llovía con intensidad, pero sin embargo las gotas caían del cielo sin cesar, y a medida que me acercaba a mi destino los rayos parecían relampaguear más cerca y en mayor número, dando la sensación de que en cualquier momento la tormenta podría desatarse. Me pregunté qué diablos hacía yo allí a aquellas horas, con lo bien que estaría en mi casa.

Recogí a mi amigo, y me preguntó si me apetecía ir a algún sitio o zona concreta de la ciudad. Supongo que le respondí que como no suelo salir no tenía preferencias, así que tomó él el mando y me indicó un lugar.

Aparcamos a menos de cinco minutos a pie. Bajamos y, durante el corto trayecto, mi amigo me refugió en su paraguas. Seguía lloviendo débilmente, pero las calles estaban, además de vacías, muy mojadas, como si llevase meses así, cayendo agua sin prisa pero sin pausa. Mientras me volvía a preguntar justo después de doblar la última esquina qué diablos hacía yo allí, llegamos al garito en cuestión. No, no, espera. Llegamos al antro. O más bien, al A-N-T-R-O. Así, bien grande.

La entrada era tétrica. El agua de los balcones superiores escupía grandes gotas sobre la acera, así que había que franquear la puerta sin pensárselo. “Ni mis amigos me conocen ya”, pensé al hacerlo.

Una vez dentro, pude constatar que la temperatura era muchos grados superior a la del exterior.

El local no era grande. Estaba lleno de tíos, la gran mayoría apelotonados ocupando todo el espacio de la barra. Mi amigo y yo nos quitamos las chaquetas y nos arrinconamos en un hueco que quedaba libre al final de la misma, sentados en taburetes y justo debajo de una pequeña televisión que proyectaba una película porno. Porno gay, por supuesto. De vez en cuando yo levantaba la vista. Me resultaba extraño, acostumbrado a ver este tipo de escenas en mi casa, con volumen y con la mano ocupada, el papel de acompañamiento que parecía tener aquella película allí, sin sonido y relegada en un rincón.

Mi amigo, como para ponerme en antecedentes, me habló un poco sobre la idiosincrasia del lugar. Cultura general, ya sabes.

-Pues dentro de un rato vendrá La Kiwi y actuará allí -decía, señalándome una especie de escenario similar al que montábamos en el colegio para el festival de Navidad- Es buenísima. A veces se mete con gente del público.

Experimenté instintivamente y sin venir a cuento un vago temor, algo así como un “pues seguro que se mete conmigo”.

Para evitar pensar en La Kiwi, ni siquiera para hacerme una idea de su posible aspecto, paseé mi vista sobre la gente que había por allí. Probablemente mi amigo y yo fuésemos los únicos que bajábamos de la treintena. Había un par de chicos que me llamaban la atención. Ambos serían, como mucho, dos o tres años mayores que yo. Fijaba la mirada alternativamente sobre uno y sobre otro. Uno de ellos estaba sentado en la otra parte de la barra, rodeado de más gente, pero apenas se giraba. Parecía llevarse muy bien con el camarero.

El otro estaba a mi lado. Me gustaba, además de por su figura, porque tenía un porte sobrio, discreto, propio de las personas a las que no nos gusta nada llamar la atención. Aunque por su semblante no soy capaz de adivinar dónde podría tener su cabeza en aquellos instantes, probablemente ésta vagaba por algún lugar remoto muy lejos de allí.

De pronto, hubo un cambio en la iluminación. Se apagaron unas luces cercanas a la barra, y se encendieron las del escenario, o mejor dicho, las del espacio destinado a tal efecto.

Apareció una de esas extrañas figuras que uno tiene la impresión de que solo pueden ser vistas en ciertos lugares y a ciertas horas. Es su espacio vital, y fuera de ahí no existen; se diluyen, o vete a saber, se disfrazan de otra cosa. Era, como decía, una de esas especies muy raras a las que resulta extremadamente dificultoso encuadrar tanto en el género masculino como en el femenino. Y de calcularle una edad, ni hablamos.

Lo peor es que no era La Kiwi, sino su telonero (o telonera).

Se puso a cantar, paseando con sus pompones o sus espumillones (no tengo la más mínima idea del nombre exacto de lo que llevaba), dos o tres canciones de verbena de pueblo, seguidas de una breve ristra de chistes malos aprendida de memoria y recitada tal cual decenas de veces antes, incluyendo por supuesto alguno sobre Rita Barberà.

Luego apareció La Kiwi, cuyo aspecto no era muy diferente, aunque sí se le notaba más porte, más pedigrí, más nivel, más aires de grandeza. O quizá solo era que estaba más gorda. Su actuación me resultó muy parecida a la primera, con la salvedad de que, tal como había vaticinado mi amigo, se dirigió a dos o tres miembros del público profiriéndoles frases de ésas que suelen dejar más en evidencia a su emisor que a su receptor. Por descontado, tampoco faltaron las referencias a Rita.

Sentí cierta pena. Igual piensan que lo que hacen es un arte. Bueno, probablemente podamos encuadrarlo en el arte, pero en uno demasiado abstracto: el de vivir tocándose los cojones, o lo que tengan.

Más que verlo, por vergüenza y también por temor a ser uno de sus blancos escuché el número de La Kiwi en un rincón oscuro, agazapado y lanzándole otra vez miradas al chico de antes, que nuevamente estaba sentado a mi lado. Seguía sin inmutarse, mirando desinteresadamente de vez en cuando a su alrededor con expresión de “esto no va conmigo”. Pensé si no sería una especie de segurata del local vestido de paisano.

Volví a pasear la mirada sobre la gente que le reía las gracias a La Kiwi, preguntándome si realmente se estaban divirtiendo, si nadie de los allí presentes llegaría a tener la sensación, por fugaz que fuese ésta, de estar tirando unos minutos, una noche, una minúscula porción de su vida a un basurero que jamás se reciclará. Me fijé durante unos segundos en el rostro de un tipo que vestía de manera ordinaria, y que mostraba un semblante como hipnotizado, acompañado de una media sonrisa que a veces se ensanchaba al ritmo de las gilipolleces que salían de la boca de la eterna aspirante a vedette de barrio. “Vengo aquí todos los sábados, y si no me crees, mira mi cara y mis ojos. Detente en cada una de mis facciones”, parecía querer decirnos al resto.

Me acordé de la pequeña televisión situada en la esquina y me volví hacia ella. La escena de la película que se emitía era buenísima, y sin embargo nadie excepto yo parecía prestarle atención.

Al fin los espectáculos terminaron. Ese simple hecho era motivo suficiente para aplaudir, así que supongo que también yo batí mis palmas, aunque no lo recuerdo. Se apagaron las luces de colorines del fondo. Mi amigo y yo volvimos a encontrarnos cerca de la barra. Estuvimos un rato más allí sentados.

-Estás triunfando -me dijo, sonriendo, en un momento dado.

Alcé la vista, y supe de inmediato que se refería a que un maromo con la cabeza como una enorme bola de billar y que rozaría los cien kilos me lanzaba miradas furtivas e insistentes. Minutos después, otro de la quinta de mi padre hacía lo propio.

Le devolví la sonrisa a mi amigo. “No te puedes hacer una idea”, respondí para mí.

Mientras tanto, la única hembra presente en el local, acompañada de su novio, marido, amante o lo que fuese, entró al cuarto de baño, y ambos se tiraron dentro muchos minutos, tras haberse estado un buen rato comiéndose las bocas en la barra. Debe ser ésa la ventaja de los servicios unisex.

Llegué a mi casa con una sensación agridulce. Por una parte, me sentía afortunado por detestar todos estos ambientes que parece que nos impulsan irremediablemente a sacar a paseo nuestros más bajos instintos; por otra, me había acordado de que soy de carne y hueso, y que a veces me entra hambre.

Pero buscar no es lo mismo que encontrar. En mi afán por lo segundo, sexo es lo único que le ha faltado a 2012. Y no he sufrido picores, ni dolores de estómago, ni nada por el estilo. Quizá porque, a fin de cuentas, no me hacía mucha falta.

Posteado por: Diego | 26/12/2012

Escribir por escribir

Me suele ocurrir en este preciso instante cuando abro un nuevo documento algo paradójico. Es de suponer que lo abro porque pretendo escribir, porque debo saber de antemano qué es lo que voy a plasmar en él. Y sin embargo, en muchas de esas ocasiones me contagio del blanco impoluto de toda la hoja, y no sé cómo empezar.

Pero no es el caso de hoy. Hoy es uno de esos extraños días en los que, por motivos que empiezo a comprender aunque no vengan a cuento, mi mente se pone a hervir, y tengo la certeza de que, de alguna manera, debo aprovecharme.

Es uno de esos días raros, en los que me siento más lúcido de lo que viene siendo habitual en mí. Es uno de esos días, extraño donde los hayan, en los que soy capaz de ver con nitidez mi pasado, mi presente y mi futuro, y de hilvanarlos todos en uno para terminar colmado de gratitud hacia mi mismo y lo que me rodea.

Y de eso te hablaré en los próximos minutos, o en las próximas horas. Depende de lo que esté dispuesto a contarte. Depende de lo que estés dispuesto a acompañarme, aunque de entrada ya te adelanto que es muy probable que a ti todo esto no te conduzca a ningún sitio. Si tienes algo que hacer, no pierdas el tiempo. Luego no quiero remordimientos.

Yo sé que a mí sí. A mí me tiene que conducir necesariamente a algún destino porque sino no estaría haciéndolo. Aunque en estos instantes, desconozco dónde iré a parar. Debe de ser eso lo bueno de abrir un documento en blanco con el único fin de llenarlo de palabras.

Llevo unas horas embarcado, o embargado, o embriagado. Llevo un buen rato en ese estado de duración más bien fugaz, pero que por suerte se me repite cada cierto tiempo, en el que no solo pienso, sino que siento con mucha intensidad que cada segundo de esta vida merece ser vivido. No acabo de echar un polvo ni de cascármela; tampoco he fumado ni bebido nada. Ni siquiera he visto cómo se ponía el sol. Ahora estoy aquí, escribiendo a la luz de una pálida pantalla que parece que ha cobrado vida, de una lámpara de pie y de una vela aromática, con el único sonido de fondo del aire caliente saliendo de un aparato colgado del techo y de mis manos tecleando. Y todo me parece la hostia.

Estoy solo. Muchas horas todos los días. Demasiadas, piensa mucha gente de mi entorno, sin llegar a intuir lo que nunca serán capaces de aprender. Incluso yo mismo desconozco todo lo que me queda por aprender, pero sin embargo tengo la certeza de que, sea como sea, debo aprenderlo. Entiendo, después de lo que he recorrido, que es parte inherente del largo camino de vivir. Al menos del mío.

Hablando de vivir y de aprender. He aprendido en este año que jamás olvidaré, como todos los anteriores y como todos los siguientes, lo que es vivir enamorado. Enamorado de alguien, quiero decir. He aprendido lo que es pasar de sentirse fuerte y estable a sentirse vulnerable y frágil. Lo que es pasar días pendiente de otra persona. Lo que es tener el corazón y la cabeza en un lugar a cientos de kilómetros de mi cuerpo físico. Me costó horas de sueño, algo de salud y muchos vaivenes emocionales.

Todo eso tan malo, yo no lo había sentido antes. Y sin embargo, me considero afortunado por haberlo podido experimentar.

Dicen que el amor te cambia la vida. Más que cambiarla, creo que viene a ser, en cierto sentido, nuestro verdadero motor. Lo que nos mantiene vivos. Ése es, para mí, el papel fundamental del amor en la vida.

Yo amé a alguien, de la noche a la mañana. Sin buscarlo. Los muebles de mi cabeza, tanto tiempo montados y ubicados en esquinas que parecían destinadas eternamente para cada uno de ellos, se vinieron abajo estrepitosamente. Tiempo después, como en respuesta a una especie de alarma interior, digamos que dejé de amar. Y es entonces cuando volqué todo eso que había sentido hacia mi propia persona, a sabiendas de que, estuviese con quien estuviese, no parecía muy factible después de todo que yo pudiese dejar de vivir dentro de mí mismo.

Los muebles vuelven a estar en su sitio. No vivo con la misma intensidad que cuando todo se venía abajo un día sí y otro también, e incluso a veces echo de menos esa sensación, llegándome a preguntar si el destino ideal de todo ser humano no será llegar a encontrar ese complemento, ese alguien por quien se puede llegar a darlo y dejarlo todo. Pero supongo que alguna ventaja tendrá la estabilidad.

Y es ahora cuando me pregunto también si alguien puede quedarse sin amor propio, y las consecuencias de ello.

-La vida es muy compleja -decía mi madre, horas atrás, como en respuesta a un largo razonamiento interior y expresando un ligero tono de decepción.

Entiendo que, más que compleja, mi madre quería decir que la vida es complicada. Le he mirado algunos segundos. Luego me he vuelto hacia la amplia ventana, donde podía ver el sol iluminando el comedor y dándole brillo y vida a las copas medio llenas, o medio vacías, que inundaban las mesas. Le he venido a responder que, si no pasa nada, mañana ese mismo sol volverá a salir y a ponerse. Y pasado. Y al otro, al otro y al otro. De él dependemos, y con todo lo demás vamos tirando. ¿Es eso complejo? Desde luego que puede serlo.

Pero me da que las complejidades del universo y la naturaleza son una minucia en relación con lo que puede salir de cualquier mente humana.

Igual porque somos capaces de pensar. Extraña conclusión, teniendo en cuenta lo mal visto que parece que está eso de pensar. Quizá porque se confunden términos. Pensar y buclear son dos actividades muy distintas. Yo tiendo a asociar el pensamiento en sí mismo como una labor creativa, constructiva. Partiendo de esto, conozco a muy poca gente que pasa mucho tiempo pensando. De lo otro conozco bastantes más.

Hablando de pensar. ¿Alguna vez has pensado de qué te gustaría vivir? ¿Te lo has preguntado en serio? ¿Has descubierto algo? Yo me lo vengo cuestionando últimamente. Y me sorprende que, tratando de encontrar una respuesta fiable y viable, lo que encuentro son pistas que conducen a destinos a simple vista diferentes. Aunque he tenido algunas revelaciones. Por ejemplo, hace un año cuando estuve en la radio. O cuando voy en el coche viajando. En ambos casos he tenido la certeza de andar metido en algo que me llena, algo que debo exprimir al máximo para llegar a sentir a flor de piel lo que significa la experiencia de vivir. Para poder encontrar y sacar a paseo la mejor de mis versiones, ésa en la cual siento que lo que estoy haciendo simplemente forma parte de mi propia esencia, que sale desde lo más profundo de mi ser. Y curiosamente, ambas actividades, o mejor dicho el provecho que yo saco de ellas, está intrínsecamente ligado al mismo fin, o a la misma acción: transmitir.

Y hablando de pensar y transmitir, a veces pienso si escribir y transmitir no terminarán siendo lo mismo.

Esta página es ya una parte de mí, aunque yo mismo en ocasiones la extraiga de mi propia persona sólo para sentirme en deuda con ella.

Me pregunto qué significará realmente esta última frase. Me pregunto qué puede pensar de mí cada persona que pueda llegar a leerla.

Me pregunto si alguien que no sea yo puede llegar a terminar esta columna, cuando quiera que ésta termine.

Me ocurría al principio que tenía cierta obsesión con los textos que escribía. Pretendía que cada uno fuese algo así como una versión mejorada del anterior. Buscaba, idea por idea, dar con la columna perfecta. Ahora sé que, desde el momento en el que digo “hasta aquí” y pongo el punto y final, la entrada ya es, en cierto sentido, perfecta. Inmejorable desde el humilde punto de vista de quien vomita todo esto.

Después de algún tiempo, me resulta muy extraño a día de hoy no saber realmente por qué razón escribo. Y sin embargo, diría que ponerme aquí a bucear entre mis pensamientos y sentimientos para sacar tantos de ellos a flote en la superficie, me ha cambiado mucho. Quizá confundo causas con efectos. Quizá ambos son al mismo tiempo causas y efectos. Pero la cuestión es que, a fin de cuentas, puedo constatar a través de esta página una evolución en mí. Supongo que eso es relevante.

Considero a cualquier escritor, por naturaleza, sensible, inquieto, inconformista, crítico respecto a lo que le rodea. Una especie de guerrero pacífico que lucha frente a las adversidades de la vida haciendo uso de un arma noble y elegante.

Y luego están los demás, los del otro lado. Como tú ahora. Normalmente pocos, pero buenos. Aunque reconozco que lo que más me gusta es que en cualquier momento esto puede llegar a cualquiera. Lo normal es que no termine llegando, pero la vida es tan azarosa y disparatada que vete tú a saber si no termina leyendo esto mi jefe, o el chico que el otro día estaba frente a mí en el vestuario del gimnasio. Preferiría lo segundo; aunque ése, igual que yo a él, ya me ha visto desnudo.

El alma, al igual que el cuerpo, también necesita alimento. Y cuanto más sano, mejor. ¿Podría ser ése un buen motivo para ponerse abrir una hoja en blanco y ponerse a escribir, así sin más?

Me gustaría estar con más frecuencia tal como estoy hoy. Debe ser ésta la principal diferencia entre los escritores de verdad y yo. Ellos siempre están (o deben estar) inspirados; o mejor dicho, normalmente encuentran las palabras para expresar lo que quieren contar de una manera plástica, bella, creativa, que permita etiquetar su trabajo como un arte. Y les envidio porque no es mi caso, aunque no pienso echármelo en cara a estas alturas. Difícil es encontrar inspiración cuando un día normal de mi vida queda reducido a tirarme la tira de horas cumpliendo obligaciones a la espera de, cuando llega a tiempo, la ilusionante hora antes de dormir en la que me pongo a leer con la esperanza de no quedarme frito. No sé si esos días será posible llegar a transmitir algo decente, pero lo que me resulta del todo imposible es ponerme a intentarlo.

Y sin embargo, pese a todo, tengo la convicción de estar construyendo algo. Día a día, minuto a minuto. Sin prisa pero sin pausa. Como una hormiguita. O como una especie de guerrero pacífico cuya principal arma es su propia disciplina. Sirviéndose de ella y desarrollándola al mismo tiempo.

Un momento. ¿Había escrito algo parecido antes?

Escribió Tolstói que “no hay nadie más fuerte que estos dos guerreros: la paciencia y el tiempo”.

Bien, seré paciente. Ahora pararé.

Dime que no ha valido la pena todo el tostón para colar una cita de un escritor de verdad.

Posteado por: Diego | 12/12/2012

Primavera en las antípodas

El sol viaja en esta época del año hacia el sur; es por ello que en los países de latitudes más meridionales guardan, al contrario que nosotros, las bufandas y los guantes para colocarse las chanclas y los biquinis.

Transcurría el primer sábado del mes de diciembre en Gestalgar, en el que en cambio entrábamos en el invierno climatológico o metereológico (el astronómico es el que todos aprendimos en el colegio, que da comienzo con el solsticio), el cual se alargará hasta que finalice febrero.

Como para que todos tuviésemos presente la efeméride, el día, aunque despejado, era bastante frío. Gestalgar se encuentra enclavado en un valle a la vera del Turia, y por estas fechas disfruta de muy pocas horas de luz solar al día, ya que a la ya de por sí corta duración del mismo se le suma el factor de que las montañas que lo rodean acortan el trayecto del astro rey por el pueblo, haciéndole aparecer más tarde por las mañanas y marcharse más pronto por las tardes.

Estaba en el bar y, no recuerdo por qué (quizá porque lo hice sin motivo), salí a la calle. Las mesas y las sillas de la terraza estaban desiertas. Tampoco pasaba gente. El sol se ocultaba en aquellos precisos, o preciosos (ambas vienen a cuento) instantes tras aquella montaña antaño verde, pero desde hace un par de meses grisácea, repleta de cenizas y esqueletos de árboles calcinados. La luz comenzaba a difuminarse lentamente en las fachadas de las casas de alrededor.

Únicamente dos sonidos componían la banda sonora de esta escena: por un lado, gritos varoniles provenientes del campo de fútbol, la mayoría del tipo “hijo de puta”, “ladrón” o similares, supuse que dirigidos todos hacia la misma persona. El otro sonido era melódico y relajante, una curiosa compensación al anterior: la campana de la iglesia, tocando a muertos en dos simples tonos acompasados. Tan – taaan, tan – taaan, tan – taaan… con cada nuevo “taaan” yo tenía la sensación de que era el final, pero a los pocos segundos, otro “tan” continuaba la interminable secuencia. Miré hacia la plaza, donde podía ver la gran puerta de la iglesia abierta de par en par.

Que me perdonen el finado y sus allegados, pero disfruté allí parado, ensimismado y en la típica actitud contemplativa que he adquirido ante situaciones de semejante naturaleza. Y luego que me diga mi madre que no soy observador.

Pensé además en que ésta es la magia que esconde Gestalgar, al igual que la de cientos o miles de lugares en esencia similares esparcidos por ahí. No me refiero al hecho de que se muere alguien cada dos semanas, sino a que, en un mundo vertiginoso y en una sociedad cambiante, ambos siempre en continua evolución (o eso dicen), hay escenas que permanecen inalterables con los años, como ajenas al paso del tiempo. Felizmente inalterables y ajenas. El hecho de haber presenciado algo que había ocurrido exactamente de la misma manera dos años, siete o veinte años atrás, de alguna forma me reconfortó.

Aquella estampa y aquellos hipnóticos momentos me conmovían, y me devolvieron, en parte, a mi infancia; vislumbré en mi interior parte de esa sustancia carente de forma, invisible y tan difícil de explicar que en mayor o menor medida nos envuelve a todos con el paso del tiempo, que parece que no nos podemos quitar de encima, y que nos mantiene anclados, en muchos casos de por vida, a tantas personas y lugares. Probablemente por eso le llaman apego.

—-

Entré al bar, y seguidamente entró también una pareja, de treinta y pocos años ambos. Se sentaron en una mesa y les serví. Andaba haciendo cosas por la barra cuando algo atrajo mi atención y me fijé en la mesa donde se habían acomodado. Ambos permanecían en silencio. Ella no hablaba, y mantenía toda su atención en un móvil que tecleaba de forma compulsiva. Cada miembro de su cuerpo parecía, en cierta forma, estar volcado sobre el aparato, pendiente de lo que fuese que le mostraba el terminal.

Él, sentado a su lado, hacía exactamente lo mismo. Extraña época la que me ha tocado vivir a mí, que solo saco mi ya añejo N73 de casa cuando tengo que conducir.

Ninguno de los dos rompía el silencio, y la escena se prolongó durante varios minutos. Yo, retorcido como viene siendo habitual en mí, me pregunté si no estarían hablando entre ellos mediante los móviles. Gesticulando, avisé a mi madre para que viniese a ver aquello, que ella con estas cosas se lo pasa pipa. Bueno, también para que luego no me dijese que no soy observador.

Empiezo a estar habituado a presenciar esta escena en todas partes, y sin embargo no dejo de sentir cierto rechazo por la misma y por los múltiples sujetos que la protagonizan, ya sea en un bar, caminando en plena calle, entre las máquinas o en el vestuario del gimnasio, en unos baños públicos. El semblante es siempre el mismo: un rostro ensimismado, ajeno a lo que ocurre alrededor; si en esos instantes se produjese un terremoto, probablemente su primera reacción, la más instintiva, no sería la de alarmarse ante la inminente desgracia, sino que se sentirían fastidiados porque un factor externo a ellos ha conseguido desviar su atención. Cuando les veo me parece que algo rechina en alguna parte de mi. Estar conectado a todas horas (¿conectado a qué?) parece que se está convirtiendo en una moda, en una epidemia o en ambas cosas a la vez (normalmente porque una conduce a la otra).

Al extraño vicio de estar distraído a todas horas con móviles de última generación no sé si le llaman apego, y tampoco si puede llegar a ser nocivo para la salud. De lo único que estoy seguro es de que quien sufre esta enfermiza obsesión se está perdiendo algo tan relevante como lo que se ve y se escucha alrededor.

Hace unos meses descubrí una de esas pequeñas joyas que cada cierto tiempo me veo obligado a saborear de nuevo. Hasta hoy lo he hecho un par de veces, pero a buen seguro me quedan unas cuantas más. Se titula “El cielo gira”. No lo consideraría una película al uso porque no hay acción, ni tampoco un documental, pues apenas hay narración. Es una suerte de pieza inclasificable, difícil de etiquetar, y que muy posiblemente le terminaría resultando infumable y carente de significado al 90% de gente que conozco, pero pese a todo (o precisamente por eso) a mí me entusiasma. Esta obra de Mercedes Álvarez viene a mostrar la casi imperceptible huella que deja el lento transcurrir del tiempo en la pequeña población soriana de Aldealseñor, salpicada con reflexiones de algunos de sus poquísimos y longevos habitantes. Se muestran imágenes y planos que, por simples, me parecen antológicos, y que me transmiten muchísimo: un perro tumbado en una estrecha travesía por la que no pasan vehículos. La densa niebla sepultando en sombras el pequeño casco urbano durante muchos días del invierno. Los lugareños hablando de eclipses y expediciones a Marte, o reflexionando sobre la muerte. La silla de plástico de terraza de bar plantada en un portal junto con un cojín, formando un pack inamovible. Un par de coches con altavoces poniendo patas arriba solo por unos minutos el lento y rutinario devenir de los acontecimientos a su paso por el pequeño municipio para hacer campaña en una mañana de primavera. Los distintos colores que pintan el paisaje en el transcurso de todas las estaciones, con sus matices únicos y cambiantes cada mes, cada semana, cada día del año.

Su visionado me parece un soplo de aire fresco y puro, como un calmante de receta casi obligatoria en estos tiempos que corren. Un buen antídoto no contra el aburrimiento, sino más bien contra la distracción compulsiva que nos acecha, y que por momentos nos hace perder la noción de lo realmente esencial. Del triste tañido de una campana que inaugura el invierno en el hemisferio norte, o de tantas estampas similares que podemos contemplar casi en cualquier momento con el único requisito de abrir los sentidos a ellas, y que paradójicamente encierran mucha más vida que la que ofrece la pantalla de un triste smartphone.

Posteado por: Diego | 08/12/2012

Hoy empieza todo

A veces tengo una sensación similar cuando me enfrento una hoja en blanco a la que me embarga cuando me dispongo a cerrar los ojos muchas noches al acostarme. Es una impresión extraña, algo así como encontrarse cara a cara con el vacío, sea lo que sea éste. Se me activa entonces otro diálogo interior. “Bien, he llegado hasta aquí; ¿qué debo pensar ahora? ¿qué hay detrás de todo esto?”

Di cuatro o cinco vueltas sobre la cama. Una radio sonaba en la habitación a un volumen muy bajo. Todo estaba oscuro, y sin embargo, albergaba la certeza de que si cerraba los ojos, la oscuridad aún sería mayor, que el abismo me esperaba al otro lado, y que tarde o temprano yo terminaría cayendo de bruces al fondo del mismo. Ojalá pensase lo mismo a la hora de volverlos a abrir cuando suena el despertador horas después.

Como me sucede la mayoría de noches, terminé cayendo dormido con la radio aún sonando de fondo. Sin embargo, no llegué a perder la consciencia. En efecto, la oscuridad ahora era total, y por más segundos que transcurrían no conseguía distinguir forma alguna. ¿Dónde estaba? O peor aún: ¿por qué podía preguntarme dónde estaba?

Ya que no podía ver nada, decidí centrarme en mi sentido del oído y también en el del tacto. Una auténtica faena para alguien que está acostumbrado a pensar y sentir en imágenes; pero no me quedaba otra. Un sonido similar al de lejanas ráfagas de viento acariciaba mis orejas. Estaba tumbado boca arriba. Sentía bajo mi espalda y mis piernas la textura de algo parecido a la arena, aunque la ausencia de luz me impedía constatar que efectivamente fuese arena sobre lo que reposaban mis miembros. En cualquier caso, dado que soy más de secano que el esparto, comenzaba a intuir que allá donde estuviese no había ido a parar por mi propia voluntad. Ni tan siquiera por mi propio pie.

De súbito, sentí como algo me agarraba del brazo. A todas luces, o mejor dicho a todas sombras, se trataba de una mano humana. No con excesiva fuerza, pero sí con decisión, comenzó a arrastrarme sobre la arena.

No me atreví a abrir la boca. No sé si pasaron segundos, minutos u horas. No sé cuánta distancia recorrimos en la más completa oscuridad, bajo ese silencio interrumpido solamente por las lejanas ráfagas de viento. Tras un tiempo caminando lentamente, pero sin detenerse, quien me había secuestrado (si es que puedo hacer uso de tal expresión para referirme a alguien que me ha cogido de un lugar desconocido al cual no sé cómo he ido a parar) se detuvo y habló. Pero no conmigo.

-¿Te ha costado encontrarle? -le había interrogado otra voz.

-Qué va. Estaba donde van a parar la mayoría. Pan comido -respondió él.

Seguí sin atreverme a decir nada. No por precaución, sino por pánico. Que, como el lector podrá deducir, son dos sensaciones completamente diferentes que pueden encuadrarse en la misma escala, la del miedo. Dos formas muy distintas de medirlo y afrontarlo. Y pensando sobre el mismo, recordé un episodio vivido no hacía mucho tiempo.

Andaba hablando de algo interesante con El Maestro en uno de nuestros enriquecedores paseos. Aquel día departimos mucho acerca del ego, y de todas las funciones limitantes que éste ejerce sobre nosotros. El Maestro me estaba contando sus planes futuros, lo que pensaba hacer con su vida en una fecha indeterminada. Este detalle me llamó la atención, puesto que yo consideraba que El Maestro ya se encontraba en una posición privilegiada para llevar a cabo esa tarea que por lo visto anhelaba hacer.

-Supongo que, a fin de cuentas, yo también tengo miedo -me dijo, sin levantar la voz.

-¿De qué tienes miedo? -le pregunté. Aunque la duda que realmente me inquietaba no era ésa; en mi fuero interno, lo que me estaba preguntando era cómo alguien como El Maestro podía tener miedo. Si eso le ocurría también a él, entonces ya todo estaba perdido.

-Pues no lo sé -me respondió, negando levemente con la cabeza aunque sin apenas variar su expresión.

Y ambos concluimos que, en efecto, el miedo es en esencia una parte más de nuestro ego.

Me froté los ojos y volví a la realidad, o a lo que fuera lo que me estaba aconteciendo en aquellos momentos. Y precisamente entonces, la oscuridad dejó de ser total. Innumerables velas encendidas sobre el suelo escoltaban un camino que discurría en una interminable línea recta, y pude distinguir junto a mi las dos formas humanas que, sin embargo, mantenían ocultos sus rostros con lo que parecía ser una sábana.

-A partir de aquí podrá caminar -dijo la voz que había preguntado a mi acompañante si le había costado encontrarme.

Él le miró interrogativamente, para soltarme acto seguido; ambos pasaron a centrar su atención en mis movimientos.

Traté de ponerme en pie, pero me resultaba terriblemente costoso. Ellos volvieron a mirarse, y tras una señal de asentimiento de la figura que terminaba de aparecer en escena, quien me había arrastrado hasta allí me ofreció la mano. A duras penas, haciendo un esfuerzo titánico, conseguí levantarme y dar unos lentos pasos. Tenía los miembros agarrotados, y tuvo que pasar un buen rato hasta que desaparecieron los dolores iniciales y recuperé mi habitual movilidad. Mis acompañantes no parecían tener prisa y no se separaban de mí.

Seguimos caminando mucho tiempo sin detenernos. Tras constatar que, al menos hasta el momento, no tenían intención de hacerme daño alguno, sino que más bien mostraban una actitud más propia de escoltas, decidí vencer el miedo que me imponían sus negros rostros carentes de facciones.

-¿Dónde estoy? -fue lo que acerté a decir, sin levantar la vista del camino.

-Tánatos te ha llamado -fue lo que me respondió uno de ellos.

Fruncí el ceño. ¿Había conocido yo a alguien con ese nombre?

Mientras me devanaba los sesos, cruzábamos ahora por un estrecho puente de madera sobre lo que parecía un extenso lago, también iluminado por la luz de velas encendidas a los lados. Las vigas suspendidas crujían a nuestros pasos. Fue entonces cuando me pregunté si podría caer estrepitosamente al agua en mi próxima pisada, o en la siguiente, y al fijarme en ella algunos segundos quedé petrificado.

En aquel enorme lago había algo más que agua. Comencé a ver caras reflejadas. Eran rostros blanquecinos, ténuemente iluminados y visibles pese a la oscuridad reinante. Todos ellos tenían los ojos cerrados y parecían viajar lentamente hacia el fondo. La gran mayoría me eran desconocidos. Pero para mi sorpresa, identifiqué a muchos de ellos. Y no solo eso, sino que descubrí entre los mismos a familiares, a amigos, a muchos conocidos, y también algunos miembros de ese curioso grupo de gente con quien me he podido cruzar alguna vez e incluso he llegado a conocer, pero que no he llegado memorizar su cara por la sencilla razón de que no me transmitían nada.

De pronto lo comprendí todo.

Hacía tanto tiempo que no lloraba, que incluso me sorprendí y me alegré al principio, cuando abundantes lágrimas comenzaban a nublar mi vista y a poblar mis mejillas. Pero inmediatamente después, me vencí al desconsuelo y a la desesperación. Caí de rodillas sobre las maltrechas y frágiles vigas del puente. Éste se tambaleó, primero hacia un lado y después hacia el otro. Varias de las velas cayeron al agua. Yo permanecía allí, hecho un ovillo y llorando como un crío. Pero muerto, a fin de cuentas. ¿Qué me había pasado? ¿Qué había hecho? Tal como ya me temía en vida, de nada había servido aquella quimera que me entró por un tiempo cuando era pequeño de coleccionar estampitas y hacerle misas en casa a la familia y a los vecinos.

Las dos figuras me observaban en pie, a pocos metros de mí e impasibles ante el numerito que estaba montando. Alcé el rostro. Supongo que no debió ofrecer muy buen aspecto, porque se acercaron. Habló uno de ellos.

-Estamos llegando. Él te lo explicará todo -dijo.

Negué con la cabeza. No terminaba de creerlo, y por lo tanto aún no podía asimilarlo. Leí no hace mucho una frase de un tal Henry David Thoreau que decía algo así como que la mayoría de los hombres viven en apacible desesperación. Nos pasamos la vida haciendo cientos, miles de cosas con el fin único de evadirnos de pensar en lo más trascendente. En la muerte, por ejemplo. Pero esto de apacible ya no tenía nada. Podía ponerme como quisiese, o negarme inútilmente a aceptar que allí estaba, postrado en medio de la nada a la espera de que un tal Tánatos me contase de qué iba la película. Pero no me quedaba otra que seguir a quienes me habían traído hasta aquí. Sin estar aún del todo seguro de si realmente podría estar muerto (o quizá por eso), me levanté de nuevo y nos pusimos a caminar otra vez.

Poco tiempo transcurrió en esta ocasión hasta que, tras torcer hacia la izquierda aún sobre el puente, divisamos de nuevo tierra firme, y sobre ella, justo en la orilla del lago, una casa, de estilo similar -al menos por fuera- al que presentan las típicas cabañas o refugios en medio del monte. Se divisaba luz por sus ventanas. Nos detuvimos en el portal. Una de las dos figuras sin rostro procedió a dar dos golpecitos en la vieja puerta, y sin esperar respuesta al otro lado pasó haciéndola chirriar, y haciéndonos al mismo tiempo un gesto a su compañero y a mí para que le siguiésemos.

Entramos en una estancia amplia, confortable y acogedora iluminada por una vieja lámpara de pie acurrucada en una de sus esquinas. Las paredes estaban cubiertas en su totalidad de estanterías en las cuales no cabían más libros. A un lado había una mesa de centro pequeña rodeada de sillas. A otro, otra mesa, ésta de mayores proporciones y desprovista de cualquier objeto (lo que la hacía parecer aún más grande), con tres sillas de gran tamaño apostadas en tres de sus lados, dejando solamente uno libre. Una de ellas estaba no estaba vacía. Quien la ocupaba sí tenía un rostro visible, y posó sus ojos en mí con atención nada más franquear la entrada. A un gesto suyo, las dos figuras volvieron a salir de la estancia y nos quedamos a solas.

Su aspecto no me llamaba en absoluto la atención. Sus vestimentas eran sencillas, como de estar por casa. Sus facciones eran tan terrenales y, por tanto, humanas, como las de cualquier hombre que me puedo cruzar por la calle a diario. Su mirada era profunda, casi inquisitiva. No necesité presentarme.

-Siéntate, Diego -me dijo, señalando casi imperceptiblemente con un gesto de su mano las dos sillas libres.

Tomé asiento en la que quedaba frente a él, mientras parecía buscar algo con un repentino interés en un cajón de la mesa que había abierto. A los pocos segundos, sacó un taco de folios amarillentos y se puso a hojearlos. Estaban llenos de garabatos que a mí me resultaban ininteligibles. No así a él, que tras asentir levemente, pasó de nuevo a la primera hoja, para dejar de leer lo que allí había escrito y mirarme directamente a los ojos.

-Quizá te estés preguntando qué pintas aquí -dijo, sin parpadear.

-Más que eso, me pregunto por qué. Por qué yo, y por qué todos ellos -le respondí.

-¿Todos ellos?

-Todos los del lago. Ellos no merecen morir. No han hecho nada para estar hundiéndose ahí -le dije, aliñando mi voz con involuntarias tonalidades de amargura y súplica, a partes iguales.

-Precisamente ésa es la razón por la cual están. No han hecho absolutamente nada. No es que estén muertos o vayan a morir. Es que no han llegado a nacer -sentenció, sin apartar su mirada de mis ojos.

No respondí. Volví a mover la cabeza a un lado y a otro. Seguía negándome a aceptar que toda esa gente, más conocidos o menos, pudiesen esfumarse. Que su cuerpo, todo lo concerniente a ellos desapareciese porque sí, y con su presencia diluida ya de cualquier mapa nadie más supiese de su existencia. De lo que pensaron o llegaron a sentir.

-Dime: ¿hay vida fuera de la Tierra? -me preguntó repentinamente Tánatos.

En el ámbito estrictamente humano, éste es un hilo de conversación más o menos común. De un tiempo para acá, yo vengo preguntándome otra cosa. Me pregunto qué implica más ignorancia: esa pregunta, o cualquiera de las posibles respuestas que se nos antojen para la misma. Por ello, pero especialmente porque no me sentía en condiciones de debatir con aquel hombre en esos términos, me limité a encogerme de hombros.

-El problema que tenéis es que para vosotros todo tiene que tener explicación. Vuestra consciencia siempre va más allá de las simples causas y efectos. Tratáis de dotar de significado todo lo que os rodea e incluso lo que está más allá de eso, desafiando a la naturaleza cuando lo creéis conveniente. Todo eso desde vuestra limitada percepción de todas las cosas. Y sin embargo en muchas ocasiones os olvidáis de lo principal. De lo único que verdaderamente sois capaces de manejar, y a lo que realmente podéis darle un sentido: vuestra propia vida. Y luego, sorprendidos, os preguntáis por qué habéis venido a parar aquí -replicó como en respuesta a mi silencio, en un tono de voz no alto, pero sí que denotaba cierto hastío, o incluso enfado.

Seguí sin responder.

Permanecimos callados unos segundos. Fuera se escuchó una ráfaga de viento, y acto seguido la puerta chirrió de nuevo y alguien hizo acto de presencia.

No había sido capaz de calcularle una edad a Tánatos, pero este nuevo invitado parecía, sin ningún atisbo de duda, mucho más joven. También con vestimentas simples y aspecto humano, me llamó poderosamente la atención. Con bastante frecuencia también siento una irremediable atracción hacia ciertos individuos que me cruzo a diario por la calle, pero al mezclarse esta sensación con otros instintos de diferente calibre, a veces soy incapaz de separar el grano de la paja. Ahora esta atracción era, si cabía, mucho más intensa y profunda. Su semblante mostraba una expresión afable, aunque lo que realmente me cautivó fue la extraordinaria belleza que emanaba de todo él. De cada armoniosa facción de su rostro, de las formas que se dibujaban en cada rincón de su figura, de cada imperceptible cambio que se producía en su expresión con el transcurso de los segundos. Todo me sobrecogía y me abrumaba a partes iguales (supongo que porque ambos verbos son sinónimos), y me hizo evocar a modo de déjà vu ciertos momentos vividos con anterioridad.

La noche era sumamente agradable, y decidí salir a dar un paseo por las afueras del pequeño pueblo. Las luces del mismo se divisaban cada vez a más distancia. Se escuchaban ladridos de perros en la lejanía, seguidos de sus propios ecos y de más ladridos como a modo de respuesta automática. Aunque, al igual que siempre que transito lugares como este, el sonido con el que más disfrutaba era con el de mis propios pasos al caminar. A cada paso que daba, a medida que me iba internando en lo invisible, centenares de nuevos astros y otros cuerpos celestes aparecían a mi vista en el oscuro manto nocturno que lo envolvía todo. Aquellas visiones, y aquellos inverosímiles e inexplorados paisajes sin forma alguna a mi alrededor, me hacían sentir muy pequeño, además del inevitable miedo por andar solo por allí a aquellas horas. Pero a la vez también me sentía extraordinariamente vivo.

Tal como me ha ocurrido a lo largo de mi vida con tanta frecuencia, fui incapaz de descubrir in situ la trascendencia de aquellos momentos. Ha tenido que transcurrir el tiempo, y he tenido que darme cuenta de las veces que he buscado repetirlo, no al dedillo, sino simplemente con los mismos patrones que se dieron, para saber que aquella noche viví una experiencia que quedaría marcada para siempre en mi timeline, y que necesariamente me debería conducir a algo. En momentos así es cuando, sin saber exactamente por qué, empiezo a hilar, a unir causas con efectos, y tantos hechos aislados de mi vida que hace unos instantes carecían de sentido, ahora pasan a tenerlo. La enchufada de Elsa Punset lo arreglaría rápido con su típica e irritable coletilla de “no es magia, es inteligencia emocional”. Pero a mí me cuesta mucho más buscarle una explicación razonable a por qué tengo que vivir o tener ciertas experiencias para encontrarle el sentido a otros hechos muy diferentes que no parecen guardar relación alguna con la misma.

Se me antoja muy difícil de explicar, pero lo cierto es que me resulta realmente conmovedor darme cuenta del efecto que tiene en mí topar con la belleza más pura y natural en cualquiera de sus manifestaciones. Me produce algo así como un reseteo interior; en cierto sentido, es como si volviese a nacer, o a encontrarle un nuevo punto de partida a esta vida atestada de azar y de injusticias. Como si pese a todo, hubiese valido la pena llegar hasta aquí, y me dijese entonces: “muy bien. Llegados a este punto, ¿cómo digiero esto? ¿qué hago ahora? ¿qué vendrá después?”

Tánatos tenía razón. Hay demasiadas cosas que no tienen explicación, y lo mejor será mirar hacia delante y dejar de amargarme y hacerme preguntas.

Todo esto me venía a la mente, aunque pudiese estar muerto, con esta nueva aparición en escena.

Tánatos y Adonis se miraron fríamente. Gracias a meterme en el embolao de aprender otro idioma, he podido conocer al mismo tiempo muchos entresijos sobre la importancia del lenguaje corporal. Me quedó claro en esos pocos segundos antes incluso de que comenzasen a hablar entre ellos que, cortesías al margen, la relación que mantenían no era del todo cercana.

-Cuánto tiempo sin verte, ¿cómo estás? -le preguntó el anfitrión, mientras Adonis tomaba asiento en la silla que quedaba libre junto a la mesa en la que estábamos sentados.

Esta es otra de esas expresiones típicas en humanos que me parecen dignas de análisis. El “cuánto tiempo sin verte” me recordaba a otra frase parecida que me han dicho mucho: “cuánto tiempo sin saber de ti”. Que en realidad viene a significar “no se me ha antojado acordarme de ti en muchísimo tiempo, pero obviamente la culpa de que eso me haya ocurrido es tuya”. Y el “¿cómo estás?” es una pregunta cargada de expectativa y esperanza: la de que la respuesta sea “estoy como el culo”, “me va todo muy mal”, o algo de semejante talante (a poder ser, emitiendo un tono de voz quejumbroso o que denote pena o tristeza) que le pueda servir de consuelo a quien preguntó.

A fin de cuentas no sé qué intención escondía la expresión con la que Tánatos saludó a Adonis, pero la cuestión es que la respuesta de éste fue por otro lado.

-¿Va a pasar mucho tiempo aquí? -le preguntó a su vez, supuse que refiriéndose a mí.

-Como bien sabes, no soy yo el responsable de que haya venido.

-Pero siempre tienes la última palabra.

Tánatos puso cara de póquer. Se hizo un nuevo silencio, en esta ocasión más incómodo que los anteriores. Adonis volvió su vista hacia mí durante algunos segundos.

-Él quiere vivir -dijo de repente, mirando de nuevo a Tánatos.

-¿Cómo puedes estar seguro de eso?

-No estoy seguro; simplemente lo sé. Hay ciertas cosas que no necesitan explicación. Además… -hizo una pausa, durante la cual volvió a mirarme- además, está empezando a conocerse.

Casi al mismo tiempo que Adonis terminase esta frase, la puerta se volvió a abrir con un fuerte golpe que nos sobresaltó a los tres. Por la misma irrumpió un hombre calvo, moreno y corpulento, también con vestimentas similares a las de mis acompañantes. Se aproximó a la gran mesa mostrando un semblante muy decidido.

-¿Qué haces tú aquí? -dijo Tánatos, que parecía conocerle.

-Ya está bien de bromas -dijo, mirándole con desdén. Luego suavizó la expresión de su rostro para dirigir su mirada hacia mí- Diego, vámonos. Ya es hora.

-Tranquilízate, Morfeo. Siéntate y hablaremos. Aún es pronto -dijo Tánatos, mientras yo primero me preguntaba qué hora sería, y después si tanto esa pregunta como la expresión “ya es hora” tendrían algún sentido allí.

Adonis permanecía impasible escuchando una discusión que, más que reciente, parecía venir de mucho tiempo atrás.

-¿Y quién eres tú para decirme a mí cuándo es pronto y cuándo no? -replicó Morfeo, con un hilo de ironía en su voz, pero endureciendo aún más la expresión de su rostro.

Tánatos ya no respondió, y se limitó a hacer el típico gesto con las manos que solemos hacer los humanos cuando damos algo por perdido, como restándole importancia al asunto. Morfeo se acercó a mí y posó su mano sobre mi hombro.

-Vamos -me dijo.

Sin preguntarme dónde me podría conducir aquel hombre, y al igual que me había ocurrido con quien me había llevado hasta Tánatos, obedecí dócilmente a su orden sin saber qué instinto o razón me impulsaba a hacerlo. Los otros dos permanecieron sentados mientras abandonábamos la estancia. Antes de salir al exterior, no pude evitar volver la vista de nuevo hacia Adonis.

Fuera todo seguía tan oscuro como antes, exceptuando la artificial luz de las velas. Sobre la arena, a la orilla del lago, distinguí amarrada una pequeña embarcación, una suerte de canoa de madera con un remo colgando de uno de sus lados.

-Sube -me dijo.

Me detuve, dubitativo. Estaba claro que Morfeo no conocía mi pánico al agua en general, y a las profundidades en particular.

-¿No podríamos ir a pie? -pregunté.

-Debemos ir por el lago. Vamos, sube.

No solo debía transitar por encima del agua, sino que además tenía que montarme en aquella estrecha canoa con un desconocido. La única vez que había subido a una en vida, tuvo que venir una lancha a rescatarme. “Apañados vamos como tenga que remar yo”, pensé. Por suerte, cuando subí, lentamente y temblando de pies a cabeza, Morfeo ya había cogido el remo y nos internamos lago adentro. La casa se iba haciendo cada vez más pequeña, y el resplandor de las velas más lejano, hasta quedar envueltos por una oscuridad total. Morfeo no hablaba, y por unos instantes me planteé hacer uso de ése gran hit infantil del “cuánto queda”, pero algo me decía que abrir la boca para decir eso hubiese resultado del todo absurdo, así que al final decidí callarme. Miré hacia abajo, acojonado. La negrura era total, y no se divisaba nada por más que yo escrutara a un lado o a otro. La única señal de vida que percibía era el sonido del remo chocando con el agua.

Entonces me ocurrió algo curioso. Al contrario de lo que me ha sucedido en la comodidad de mi hogar tantas y tantas noches, sentía muchas ganas de cerrar los ojos. Al principio pensé en resistirme, pero luego esta sensación se me hizo irreprimible, recordándome a cuando me drogaron para operarme años atrás; entonces, mis ojos se cerraron irremediablemente en cuestión de segundos pese a que mi voluntad iba en la dirección opuesta.

Cerré, pues, los ojos, y con ellos se apagaron el resto de mis sentidos.

No tenía ni idea del tiempo que había transcurrido, pero cuando volví a abrirlos, todo era distinto. La oscuridad ya no era total. Yo estaba tumbado. Contuve el aliento justo antes de levantar la cabeza de la almohada. Un tenue resplandor azulado se colaba por las rendijas de una persiana cerrada, dando forma a numerosos objetos que me resultaban vagamente familiares. Una lámpara de noche a cada lado, una cadena de música, un pequeño reloj de arena. Las sábanas y la colcha estaban revueltas, como si les hubiese pasado un ejército por encima.

Me levanté corriendo, me dirigí a la persiana y la subí de una tacada, todo ello conteniendo el aliento de nuevo y, lo que es más meritorio, sin ponerme las gafas. De pronto, la luz azulada que provenía de fuera inundó también aquella estancia.

Aliviado, respiré larga y profundamente, probablemente como nunca antes lo había hecho. Me dirigí hacia la cajita donde guardo mis gafas todas las noches justo antes de acostarme.

No podía creer que, después de todo, yo siguiese en mi habitación. Que nada parecía haber cambiado. Que estaba amaneciendo otra vez, que la vida empezaba de nuevo, y que, con explicaciones o sin ellas, disponía de otro día para seguir encontrándole un mínimo de sentido a mi existencia.

Posteado por: Diego | 18/06/2012

Volver a correr

La primavera florece en todo su esplendor. No es para menos, puesto que estamos en pleno mes de junio, y de hecho por mis latitudes es ya más verano que primavera. El verde inunda los campos. El calor por momentos empieza a apretar, aunque aún se puede dormir. Parece que la gente camina más feliz por la calle, o al menos hacen más ruido que cuando los días son cortos y fríos. El cuerpo por instantes parece que me pida, en variados campos de mi existencia, más marcha de la que le doy.

Por estas fechas del pasado año me dio por esculpir mi figura empezando a correr. Salía muchas tardes de casa cuando el sol comenzaba a caer, y me tiraba casi una hora trotando entre seis y ocho kilómetros por los caminos y por el atractivo Parc de Sant Vicent. Los primeros días tenía que reprimir en muchos momentos del trayecto las ganas de parar y desparramar mis restos en el suelo. No estaba acostumbrado mi cuerpo, y en especial mis piernas, a tales meneos. Pero a las pocas semanas empecé a cogerle el gustillo a aquello. Las agujetas y otras molestias se iban disipando, y poco a poco me sentía más cómodo, más ágil. Mis pedazo de pies -talla 46- galopaban felices por la tierra y el asfalto. Además de hacer ejercicio, alegraba la vista y alimentaba mis -ya de por sí abundantes- fantasías. Me rodeaba de naturaleza, me daba el aire, y éste parecía llevarse consigo cualquier atisbo de estrés por el trabajo, o por cualquier otra historia que me pudiese amargar un día. Paradójicamente, regresaba a casa como nuevo.

Así pasó el verano, y también el otoño. Allá por noviembre o diciembre, el llegar a casa del trabajo y enfundarme los shorts, tres mangas de camiseta, el cuello polar y los guantes para salir a corretear en mitad del frío y la noche no me suponía el mismo incentivo que con el buen tiempo, pero aun así nunca bajaba de tres veces por semana.

Paré casi en seco por el mes de enero. Debido a mi peso más bien ligero, se me había cargado la espalda, sentía molestias en la zona lumbar, y tras visitar el médico me recomendó ejercicios de musculación para fortalecer la zona. “Y más aún si pretendes seguir corriendo”, me dije yo.

No hice ni puñetero caso. Ni al consejo del médico, ni al mío propio. Estaba teniendo un inicio de año demasiado intenso en lo anímico; dedicaba mi poco tiempo libre a reposar la espalda deseando que se interrumpiesen las molestias, pero sobre todo a intentar estabilizar mis emociones. En este tiempo me he dado cuenta de que lo bueno que tiene el ejercicio físico es que, además de resultar saludable, engancha; y de que exactamente lo mismo pero a la inversa ocurre con la ausencia del mismo: cuando por la razón que sea se deja de practicar, el cuerpo va volviendo, independientemente del peso, y de que uno cuide la línea aliméntandose más o menos correctamente, al estado anterior de pereza, y cuesta horrores volver a empezar para ponerse a tono. En esas me encontraba yo semanas atrás.

La primavera florece en todo su esplendor. La tarde es larga. Cálida al principio, pero se va haciendo agradable tal como avanza. La espalda, pese a mi reticencia a fortalecer su músculo o volver al médico, lleva unas semanas dándome una tregua a base de cremita, calor eléctrico y muchos mimos. Llego a casa procedente del trabajo. Contemplo a través de las ventanas el paisaje humano, el urbano, y también el que puedo divisar de la periferia. Sólo a juzgar por el color que presenta el cielo, intuyo que está a punto de ocurrir algo que debe ser presenciado al aire libre.

-Es el momento -me digo.

Abro el armario. No tardo en localizar los shorts blancos que más me molan, y por supuesto esa camiseta de un color naranja chillón que me hace visible a varios kilómetros de distancia. Me los enfundo junto con las zapatillas, bajo frenético los siete pisos que me separan de la calle a pie, y una vez allí, arranco a correr. Sin prisa, pero sin pausa.

En pocos minutos he abandonado el enjambre de casas y pisos, donde las sombras ya le iban comiendo terreno a la luz natural. Sin embargo, aquí en las afueras el sol aún se hace de notar, iluminando los campos y las urbanizaciones con un tono anaranjado que, por suerte para los conductores que circulan a estas horas, no tiene ni de lejos la intensidad del de mi camiseta.

El camino se empina. Por momentos tengo la sensación de que podría arrastrar la lengua a poco que me lo propusiese. Recorro un carril bici pintado de verde. Y en un punto del mismo, me encuentro con la primera inscripción:

NADA ES IMPOSIBLE”

Sonrío para mis adentros. Sigo corriendo. Unos metros más adelante me encuentro con otra:

VIVE EL MOMENTO”

Estoy en ello”, me digo. Quizá por eso siento, por momentos, que mis piernas están a punto de reventar. De situaciones como ésta debió salir aquello de “Carpe Díem”.

A los pocos metros, otra frase sobre el asfalto complementa la anterior:

ESTÁS AQUÍ AHORA”

El sol se aproxima sigilosamente a las montañas sobre las que se ocultará en breve. Me gustaría pararme, no sólo para darme un respiro, sino también para ponerme a ver y escuchar a las golondrinas en los hipnóticos revoloteos que se marcan cuando despiden el día. Pero haciendo un sobreesfuerzo y sacando energías de los restos de un orgullo que por mucho que me empeñe jamás perecerá, me obligo a continuar. Hoy no me detendré a observar cómo el mundo pasa del día a la noche. Hoy me centraré en cómo lleva a cabo esa misma transición mi cuerpo en movimiento. Mientras divago interiormente sobre todo esto, me topo con otra frase. Algo que quizá hayamos oído muchas veces, pero que no muchos se han atrevido a pensar.

LA VIDA ES UN REGALO”

Incluso podrían ser miles. Tantos como días vividos o por vivir. O incluso millones, si los desfragmentamos en unidades más pequeñas, como minutos o segundos.

Continúo. A pocos metros puedo divisar otra inscripción:

SIÉNTELO”

Me falta muy poco para culminar la subida. Intento sentir algo que vaya más allá del fuego que parece quemarme las piernas por dentro. Y casi en el punto en el que terminan los repechos, dejo de ver la luz del sol reflejada en el suelo y en los altos árboles del parque. Mi sombra se difumina lentamente en la hierba y ya no acompañará mi recorrido. Puedo leer entonces una última palabra sobre el verde asfalto:

ÁBRELO”

Salgo disparado cuesta abajo.

El paisaje cambia repentinamente a mi alrededor. Mis piernas resucitan. Cada bocanada de aire me insufla más energía que la anterior. El parque se ha ido vaciando de gente con el atardecer. Los árboles permanecen allí. Altivos, impasibles, contemplando su territorio. Algunas ardillas corretean hacia el cielo por sus troncos. El sonido de las aves no cesa. Y por un instante, todo lo que me rodea se me antoja como la versión más perfecta del universo que puedo llegar a conocer. Una melodía dulce y armoniosa donde cada elemento que la compone con su presencia se limita a cumplir con su papel, creando entre todos una sinfonía maravillosa. Un placer para los sentidos.

Pese a todo, no me detengo.

En el trayecto de vuelta a casa, va cayendo lentamente la noche. Pronto lo único visible, además de lo que alcance a iluminar el alumbrado artificial, seré yo. O siendo más concretos, mi camiseta. Llego a mi calle, y aunque no me miraré de nuevo en el espejo de la entrada hasta que no franquee la puerta, tengo la certeza de que una sonrisa amplia y sincera, colmada de gratitud hacia mi persona, se dibuja en mi rostro.

Ahora sí, llego a la puerta de casa, sintiéndome mitad Dios y mitad luciérnaga. Pero por encima de todo, vuelvo a sentirme muy vivo. Ojalá que por mucho tiempo más.

Posteado por: Diego | 29/05/2012

Fútbol de autor

La sociedad de la información es un monstruo creado, como tantas otras obras humanas, a nuestra propia imagen y semejanza. Al igual que el fascinante cerebro del homo-sapiens, cuenta con una memoria selectiva y oportunista, pero lo archiva y almacena todo en una infinita base de datos que parece no tener problemas de espacio ni capacidad para ir acumulando más y más material. Este principio se acentúa si hablamos de información deportiva, como todos sabemos.

Gracias a la sociedad de la información puedo acceder a ciertos registros en mi memoria, y recordar que fue allá por el año 94 del pasado siglo cuando, a mi tierna edad de diez años, me aficioné al fútbol. Bueno, según mi padre no me gusta el fútbol. Desde tiempos inmemoriales él dice que me gusta sólo un equipo, y defiende su opinión con el abrumador argumento de que me siempre trago todos los partidos de ese equipo en cuestión, mientras que jamás veo a los demás. Pero volvamos al pasado, y luego que cada cual saque sus conclusiones.

Recuerdo que me gustaban mucho los colores de una camiseta, y que los jugadores que la vestían le habían metido una manita al Real Madrid en enero de aquel año. Pocos meses después, vi en la televisión cómo los mismos jugadores ganaban la que decían que era su cuarta liga consecutiva, gracias a un penalti fallado por el deportivista Djukic contra el Valencia en el último minuto. Por lo que escuché, aquella era la enésima carambola en los últimos años. En cuatro días aquel equipo jugaría una final de Copa de Europa en Atenas contra el Milán de Capello; y yo, seguro de que volvería a resultar vencedor como de costumbre, decidí aferrarme a muerte a esos colores, aunque fuese sólo para ir al colegio por las mañanas sacando pecho.

Para mi sorpresa, en el descanso de aquel partido me encontré llorando desconsoladamente delante de la televisión. El Milán le endosó al Barça un humillante 4-0, dando comienzo así el ocaso del Dream Team.

Las dos temporadas siguientes fueron las últimas de Johan Cruyff en el banquilo, y mis primeras como seguidor de su equipo. Al contrario que los anteriores, fueron años de cambios internos y movidas constantes, que terminaron con el traumático cese del entrenador holandés en mayo del 96. No pude disfrutar de ningún título en esas dos temporadas, pero aun siendo un crío aprendí bastante observando a distancia cómo entrenaba, trabajaba y hablaba Cruyff. Saltaba a la vista, sólo con echar un vistazo a sus alineaciones, a sus ruedas de prensa y, en definitiva, a su manera de entender el fútbol, que era un tipo especial. Para algunos este deporte es sinónimo de dinero. Para otros es poco más que polémica, o una triste excusa para desconectar de la rutina y tomarse unas cervezas con los amigos en el sofá o en el bar. Para Cruyff es, por encima de todo, un espectáculo, y como cualquier espectáculo su fin principal debe ser el disfrute del espectador. Por eso desafiaba a las modas, saliendo a jugar con tres defensas y con extremos. Derribaba las leyes que muchos pretendían imponer, intentando que la técnica y el fútbol de toque se impusiesen a la fuerza y al pelotazo; sacando todos los años jóvenes valores de la cantera a jugar con el primer equipo, y haciendo que todos los conjuntos de las categorías inferiores jugasen de la misma manera que los mayores.

El Barcelona transitó durante las temporadas siguientes a la salida de Cruyff por una especie de purgatorio en lo deportivo, porque sus socios ya no sólo le exigían resultados materializados en forma de títulos, sino también espectáculo en lo futbolístico. Por esta razón, pese a ganar títulos fueron constantemente cuestionados y criticados entrenadores como Bobby Robson o Louis van Gaal. La primera temporada post-Cruyff sin títulos se saldó con la salida de Núñez del club por la puerta de atrás en junio de 2000, después de 22 años presidiendo el club. Luego llegaron los tres oscuros años de Gaspart, en los que el Barça no levantó ni un sólo título, y que como no podía ser de otra manera terminaron con una revolución de la masa social que condujo a su vez a otra institucional.

Tomó las riendas del club Joan Laporta, quien arrastraba un largo historial de oposición a Núñez, al frente de un equipo de jóvenes gestores que prometían levantar las alfombras, sanear el club económicamente y devolver al equipo a la primera línea deportiva y mediática. Para ello remodelaron gran parte de la plantilla, y colocaron como entrenador a un (por entonces) inexperto Rijkaard, con el objetivo de que el buen fútbol estuviese por encima del resultadismo en sus planteamientos. Y en efecto, tras una primera temporada de transición, el Barça volvió a reinar en el panorama futbolístico nacional y europeo, con Ronaldinho como jugador franquicia de un conjunto que había elevado el fútbol de toque casi a la categoría de arte.

Había nacido el tiki-taka, que como cualquier aficionado al fútbol de mi país sabrá (aunque en ciertos puntos de su geografía no todos estén dispuestos a reconocerlo) le ha dado un vuelco recientemente a la historia fútbolística de España.

Pero como todos los ciclos, la triunfal etapa del Barça de Rijkaard y Ronaldinho tocó también a su fin tras dos temporadas seguidas sin levantar un título. Los socios le pedían por entonces a Laporta la renovación de un vestuario en parte indisciplinado, con un nuevo entrenador al frente que impusiese mano dura y evitase las recientes salidas de tono de varios jugadores. Los panfletos del entorno promocionaban por entonces -quien lo diría ahora- a un tal Mourinho como el gran salvador, el hombre ganador por naturaleza que devolvería al Barça a la senda de la victoria a cualquier precio.

No lo entendió así Laporta. Un tío curioso, porque siempre que le he escuchado hablar me ha parecido un personaje inteligente y muy calculador, pero muy chanchullero, y sobre todo demasiado engullido por su propio ego; más aún a medida que pasaba el tiempo y se iba acomodando en su confortable sillón. Lo último que se podría esperar de alguien que cuenta con ese último rasgo es que gestionase con tremendo éxito un club como el Barça, y sobre todo que en su momento más complicado, con una moción de censura y el equipo de fútbol por renovar en lo deportivo, tuviese los cojones de no hacer caso a lo que pedía el pueblo y jugársela colocando en el banquillo a Josep Guardiola, cuya única experiencia como entrenador se limitaba a una temporada (exitosa, eso sí) en el equipo filial.

Pese a hacerlo por consejo de Cruyff, seguro que tendría sus dudas Laporta, como las tendrían todos los aficionados del Barça, incluyéndose por supuesto quien escribe estas líneas. Y eso que allá por marzo de 2007 ya le leí -aunque él nunca se ha prodigado en los medios- un gran artículo que aún tengo por aquí guardado en mi computadora, y que me hizo, en cierto sentido, conocerle y admirarle.

No sé a los demás, pero por lo que a mi respecta, la práctica totalidad de las dudas que albergaba se disiparon al escuchar su primera rueda de prensa, y también su discurso en la presentación del equipo en su primera temporada, en el que recomendaba al público presente en el estadio aquello de “abrocharos los cinturones, que nos lo vamos a pasar bien”. Si ya de por sí es difícil cruzarse con gente que albergue tanta seguridad en sí misma, aún más complicado resulta encontrar a quien ponga en juego su reputación y autoestima echando órdagos de este tipo.

Pues dicho y hecho. Después de un inicio de temporada 2008/2009 titubeante, el rodillo azulgrana se engrasó y comenzó a triturar sin piedad a cualquier rival que se cruzaba en su camino tanto en España como en Europa, endosando goleadas espectaculares y exhibiendo un fútbol arrollador. Es cierto que Guardiola ha contado con los jugadores ideales -Messi, Xavi e Iniesta a la cabeza- para desarrollar su filosofía futbolística, pero precisamente gracias a él estos deportistas de primer nivel han encontrado el hábitat ideal para mostrar y desarrollar la mejor de sus versiones, tanto a nivel individual como colectivo.

Durante sus cuatro temporadas al frente del primer equipo de fútbol, Guardiola ha convertido al Barça en un referente futbolístico a nivel mundial. Un modelo para los niños y las escuelas, y en definitiva, un conjunto admirado por todos los que disfrutan con este deporte. Su receta para conseguir meterse en el bolsillo a los aficionados no ha sido una dilatada experiencia en los banquillos, ni su mano dura, ni el ser amigo de tal o cual periodista. La gran virtud de Pep ha sido haber mamado todo lo que significaba su club desde muy pequeño, sí, pero también una inteligencia y destreza brutales para asimilar todo lo aprendido desde que “debutó” en el Camp Nou como recogepelotas hasta que traspasó el brazalete de capitán. Todo ello le ha servido para manejar con maestría el vestuario y el entorno barcelonistas. Para llevar a la excelencia el valiente modelo de fútbol vistoso y de ataque que implantó su mentor años atrás, y confeccionar uno de los mejores equipos de la historia del fútbol (si no el mejor). Para ensalzar los valores más nobles del deporte en la victoria y la derrota. Para probar que, aunque no exista la perfección, uno se puede aproximar a ella a base de trabajo y apasionada dedicación. Para demostrar que el resultado es lo de menos, cuando uno cree firmemente en sí mismo y en sus principios. Como se dice por ahí, Guardiola ha marcado una época; una época en la que, sorprendentemente, el espectacular palmarés que deja en las vitrinas del club de sus amores no ha sido, a mi juicio, lo más relevante de su legado.

Todo esto es lo que he podido aprender desde la distancia de Pep Guardiola, y mis ganas de agradecérselo, aunque probablemente no me llegue a leer jamás, son lo que me lleva a abandonar la temática habitual de este blog por un rato. Aunque a decir verdad, no sabría decir después de todo cual puede ser la temática de esta página.

Volverá Guardiola al Barça algún día, o al menos eso creo (o quiero creer). De momento, que haya abandonado el club sin movidas y sin enemistarse con nadie -al contrario que tantos otros que le precedieron-, ya lo dice todo. Queda el equipo ahora en manos de Vilanova, en un prudente (y pienso que acertado) intento de la directiva por tocar lo menos posible lo que funciona. Esperemos que las cosas le vayan bien a quien ha sido estos años la sombra de Pep, aunque claro queda que a día de hoy el alumno no tiene el carisma ni el conocimiento del maestro, y conociendo como funciona el entorno culé, con tantos buitres merodeando a su alrededor, mucho me temo que a la mínima le van a caer palos por doquier.

En cualquier caso, lo que deberíamos sacar en limpio los aficionados -buitres incluidos- al fútbol, o del Barcelona (o como mi progenitor nos quiera denominar), después de los últimos años o incluso décadas, es que, pase lo que pase y esté quien esté el frente, este club ha adquirido ciertas señas de identidad que deben ser su estandarte por encima de banderas, escudos y otras chuminadas, y que no deberían dejar de serlo jamás. No siempre se sabe hacia donde conduce un camino, pero cuando por fin se empieza a caminar con un poco de sentido ya no puede haber vuelta atrás.

Older Posts »

Categorías